‘De mujeres con hombres’ de Richard Ford: Más que la necesidad de una historia intrincada y una sorpresa al final de la misma, lo que hay en los textos de Richard Ford ‘De mujeres con hombres’ (Anagrama, 245 páginas) es un clima narrativo que simula muy bien la realidad. Se trata de tres historias en un mismo tono, fluidamente poético o poéticamente fluido, con argumentos asociados. La primera, ‘El mujeriego’, pone al protagonista en la disyuntiva de avanzar en la nueva relación que traba con una mujer o mantenerse en la propia con su esposa. La segunda, ‘Celos’, pone al joven protagonista a preguntarse la clase de relación que pudo tener su padre con su tía, con quien viaja a casa de su madre separada y en el trayecto presencian, a metros, la fuerza letal de las autoridades contra un delincuente. La tercera, ‘Occidentales’, es la de un escritor que viaja a París a conocer a sus editores y traductora, y lo hace con su amante, y en ese lapso está bajo la duda de lo que será su futuro que, al final, no es con ella. Narradas con delicadeza, son historias que lo hacen a uno partícipe de su intimidad. Dramas, como los de uno. Los de cualquiera. Dramas que no requieren tramas aparatosas, rebuscadas. Pero resultan envolventes a consecuencia de la pluma diestra, en apariencia simple, de Richard Ford.
‘El niño perdido’ de Thomas Wolfe: No confundir Thomas Wolf con Tom Wolfe, aunque ambos son estadounidenses. Tom Wolfe murió hace pocos días, era escritor y uno de los padres del ‘Nuevo Periodismo’, se llamaba Thomas Kennerly Wolfe Junior, y había nacido en Richmond. El otro Thomas Wolfe, del que quiero decir algo, es Thomas Clayton Wolfe, de Asheville, Thomas Wolfe (foto), que murió en 1938 y William Faulkner consideraba el mejor de su generación. Hablo de Thomas Wolfe a propósito de la lectura de ‘El niño perdido y otros relatos’, traducción de Óscar Luis Molina, Tajamar Editores, 179 páginas, donde casi descubre uno el origen de varios pasajes de Faulkner. En los textos de Thomas Wolfe están los desposeídos, la vida elemental, la observación de un narrador que no puede más que convertir en poesía las pequeñas cosas de su entorno. Y evaluar. “Sí, nosotros somos sospechosos, enemigos del orden y la moral pública, desvergonzados participantes de una infamia abierta e indecente, y nuestros vecinos nos contemplan con la estremecida reprensión de sus ojos desconfiados mientras a fuer de maridos amantes golpean a sus mujeres, se rebanan la garganta con orgullo cívico y prosiguen, como los respetables ciudadanos que son, con su honesto esfuerzo de asalto, asesinato y latrocinio”. Y además de esto fáctico, también están los intangibles, el contenido de los libros, “esta orgía terrible de libros no me produjo consuelo, paz ni sabiduría ni en la mente ni en el corazón. En cambio, con su alimento aumentaron la furia y la desesperación, creció el hambre con la comida que comía”. Metáforas del desamparo, el retorno, la ausencia. Segmentos de narración como si se tratara de una cámara que se aproxima a “el fuego que golpetea y crepita como un látigo, y un humo acre hace arder los ojos; en los campos segados las llamas, cual pequeñas víboras, calcinan los bordes rugosos de los rastrojos como una hilera de langostas. El fuego clava un aguijón memorioso en el corazón de los hombres”. Personajes que viven lo suyo: “supe que nunca más podría convertir mi vida en vida propia”, pero nada de lo que yo diga se compara con el propio placer del texto que invito a leer.
‘Boquitas pintadas’ de Manuel Puig: Los chilenos Horacio Simunovic Díaz y Daniela Oróstegui Iribarren, en un trabajo para la Escuela de Pedagogía Castellana, de la Universidad Católica del Maule, que titularon ‘El proceso de canonización de Manuel Puig en el contexto de la narrativa Latinoamericana finisecular: sistema y cambio literarios’, recuerdan a Ariel Schettini, quien cuenta que en 1968, el jurado del concurso de novela de la revista ‘Primera Plana’ se dividió entre Severo Sarduy (que defendía a ‘Boquitas Pintadas’ como la ganadora) y Mario Vargas Llosa y Juan Carlos Onetti que la desestimaban. En nombre del jurado, Onetti diría que la voz del escritor estaba tan fundida con la de sus personajes que se corría el riesgo que el escritor tuviera el mismo registro verbal de sus personajes. Después, Puig comentó el episodio: “Juan Carlos Onetti no quiso darme el premio porque dijo que yo copiaba a tal punto la cultura popular que no se podía saber cómo era realmente mi verdadera escritura”. Pues bien, comienzo por decir que el título insinúa más de lo que trae el texto; es juguetón, femenino, casi de fiesta. Y lo que se cuenta es una historia de amor alrededor de un muerto, que quizás lo fue mediante homicidio, y es, si se quiere, una historia triste. Pero sobre todo, una historia de gente común. No hay un submundo, una ‘cultura’ que acote el universo narrado. Las protagonistas tienen una vida de clase media. El narrador apela al género epistolar para desarrollar buena parte del texto, y otra parte narra como si se tratara de un registro de observación, o un informe de actividades. No es un texto con metáforas memorables, pero sí con una escritura coloquial, efectiva. La historia se mueve sin tropiezos, hasta su desenlace. Aunque me gustó, e invito a su lectura, queda fuera de mis mayores preferencias. Y me pareció desafortunada la carátula de esta edición, rosada, un poco escolar y anacrónica.