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Lectura de ‘Mediodía’ de Julio Ortega

julio ortegaSuelo escribir algún breve comentario al final de lo que leo. A veces es una sola palabra, por ejemplo, ¡Excelente!, o Bah. Es solo mi impresión de lector. Eso ocurrió, obviamente, al finalizar ‘Mediodía’ de Julio Ortega (foto), conocido de oídas. Anoté: “Interesante este ejercicio. No delineó a los personajes, todos fantasmagóricos. Por momentos me ilusioné con una historia truculenta o inesperada. Pero no pasó nada, es todo nebuloso. Sin embargo, en general queda uno con la sensación de haber leído unas páginas interesantes”.

Casi me sonrojé de haber escrito eso, solo después de leer el currículo de Julio Ortega, poblado de distinciones, premios y doctorados honoris causa en varios países. Pero esa fue la sensación sincera que me quedó al finalizar la lectura de ‘Mediodía’, su primera novela tras un merecido camino de reconocido crítico literario y de cine.

Compré la novela porque había oído su nombre, y de pronto lo leo en la tapa de uno de los varios libros que un hombre pone sobre un paño en la vereda de la avenida Irarrázabal, llegando a Suecia, en Santiago. Este es un ejemplar de 171 páginas, de Editorial Sudamericana, publicado en 1970. En su contratapa, puede leerse: “’La literatura como exploración verbal configura para mí una pasión creativa y crítica’, afirma Julio Ortega en un reciente libro de ensayos sobre literatura latinoamericana actual. Esta pasión esta vertida en ‘Mediodía’, su primera novela después de varios libros de teatro, poesía y crítica literaria”.

Pensé entonces que esa fue la sensación que tuve y apunté al terminar la lectura: una exploración verbal. Porque la novela me parecía una historia de muchachos, y es dable, entonces, crear una atmósfera densa y a la vez neblinosa. Por ejemplo, este párrafo: “Frenético casi loco por adivinar. Colores tocados por el crepúsculo de la pantalla, pálidos rosas, beige de mansos animales, rojos aguados, qué horror qué horror qué dulce o sea que este paisajito, esta ola del mar de Miraflores, lo deja a uno frenético en las mil imitaciones, indistinta voz y eco, de paso y a sabiendas, qué manera de joder. Diálogos del amor en el cine francés, paja pálida de Vivaldi y la muelle decadencia de Carl Orff. –Qué bien qué bien. Allí se estudia y en serio, de verdad. Lo felicito, joven. ¿Se sirve usted un café o prefiere té?”

Pero al final el libro se convierte en una especie de drama teatral, en el que tampoco están definidos los personajes, y estos terminan representando una farsa. Está escrito con un lenguaje que fluye, proveniente de un entendido en la materia. Faltaría cumplir el propósito, pues me dio la sensación de perder altura y quedar sin control.

Hay chispazos de buen humor como este, proveniente de la decisión del gobierno de construir un terraplén en el filo de un abismo, para que la gente pueda saltar con facilidad. Entonces, “Las cosas fueron mejor desde que una noche dos suicidas se encontraron sorpresivamente al filo del abismo. –Oh –dijo uno, visiblemente sorprendido–, perdone la interrupción. Siga usted… –Usted disculpe –dijo azorado el otro–. Continúe, yo soy el interruptor… –De ninguna manera, señor, usted primero. –Por favor, no se incomode usted. Ambos optaron por retirarse todavía sonrojados por la sorpresa”.

Para entonces, la historia de los muchachos ya se ha diluido y se convierte en reflexiones políticas y literarias, para terminar con la farsa de la que hablo. Que me perdone el autor, y todos aquellos a quienes pueda ofender, pero de esta novela no me queda sino admitir a cincel que es una buena “exploración verbal”.

García Márquez hacía 9 años ‘estaba sin tema’

g.g.m.…»este año 2005 me lo he tomado sabático. No me he sentado ante la computadora. No he escrito una línea. Y, además, no tengo proyecto ni perspectivas de tenerlo. No había dejado nunca de escribir, este ha sido el primer año de mi vida en que no lo he hecho. Yo trabajaba cada día, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, decía que era para mantener el brazo caliente…, pero en realidad era que no sabía qué hacer por la mañana». Esta declaración de Gabriel García Márquez (foto) corresponde a la última entrevista que concedió. El periodista afortunado fue Xavi Ayén, quien habría de publicarla en ‘Magazine’, de ‘La Vanguardia’ de España, en febrero del 2006, y que aquí edito.

¿Y ahora ha encontrado algo mejor que hacer?     He encontrado una cosa fantástica: ¡quedarme en la cama leyendo! Leo todos aquellos libros que nunca tuve tiempo para leer… Recuerdo que antes sufría un gran desconcierto cuando, por lo que fuera, no escribía. Tenía que inventar alguna actividad para poder vivir hasta las tres de la tarde, para distraer la angustia. Pero ahora me resulta placentero.

¿Y el segundo volumen de memorias?     Creo que no voy a escribirlo. Tengo algunas notas escritas, pero no quiero que sea una mera mecánica profesional. Me doy cuenta de que, si publico un segundo tomo, voy a tener que decir en él cosas que no quiero decir, a causa de algunas relaciones personales que no son muy buenas. El primer tomo, ‘Vivir para contarla’, es exactamente lo que yo quería.

Ayén anota: Volviendo a su inédito período de inactividad, el Nobel aclara que «se me ha acabado el año sabático, pero ya encuentro excusas para prorrogarlo durante todo el 2006. Ahora que he descubierto que puedo leer sin escribir, a ver hasta dónde llega. Yo creo que me lo gané. Con todo lo que he escrito, ¿no? Aunque si mañana se me ocurriera una novela, ¡qué maravilla sería! En verdad, con la práctica que tengo, podría hacer una sin más problemas: me siento ante la computadora y la saco…, pero la gente se da cuenta si no has puesto las tripas.

«De hecho –comenta–, ya tampoco me despierto por la noche asustado, tras haber soñado con los muertos de los que me hablaba mi abuela en Aracataca, cuando era niño, y creo que eso tiene que ver con lo mismo, con que se me acabó el tema».

Dice Ayén: Su último «tema», hasta el momento, ha sido ‘Memoria de mis putas tristes’, novela corta publicada en el 2004 que millones de lectores en todo el mundo esperan que no sea el último estallido de su fuerza creativa. «Tampoco estaba en el programa –revela ahora–. En realidad, proviene de un programa anterior, había pensado en una serie de relatos en ambientes prostibularios, de ese tipo. Hace tiempo escribí cuatro o cinco historias, pero la única que me gustó fue la última, me di cuenta de que el tema no daba para tanto, de que lo que realmente andaba buscando era aquello, así que decidí prescindir de las primeras y publicar la última de manera independiente».

El maestro García Márquez le confió: «Dejar de escribir no ha cambiado mi vida, ¡eso es lo mejor! Las horas que utilizaba para hacerlo no han quedado secuestradas por otras actividades enojosas». Y añade Ayén: García Márquez ha ido desarrollando sus mecanismos para preservar su vida privada, cada vez más eficaces, y parece haber conjurado el peligro de que su éxito le robara tiempo para los afectos de hijos, nietos y amigos. Antes, sin embargo, «la fama estuvo a punto de desbaratarme la vida, porque perturba el sentido de la realidad, tanto como el poder. Te condena a la soledad, genera un problema de incomunicación que te aísla».

En vez de realizar un paseo físico por el DF, Gabo sugiere que nos traslademos mentalmente a otra ciudad, a la Barcelona de los años 60 y 70, donde él vivió y escribió ‘El otoño del patriarca’: «Llegamos en 1967, cargando una piel de caimán de dos metros que me regaló un amigo. Yo estaba dispuesto a venderla, porque necesitábamos el dinero, pero me lo pensé mejor y al final no lo hicimos. Ha viajado con nosotros por medio mundo, en funciones de amuleto. Todo fue muy rápido, en los años que viví en Barcelona pasé de no tener para comer –antes, en París, había llegado a pedir en el metro– a poder comprarme casas».

«Tengo la impresión de que aquella ciudad no nos sorprendió mucho –explica–. Era como si ya la hubiéramos visto antes. La razón por la cual no fui a ningún otro lugar es Ramón Vinyes, el »sabio catalán» que hice aparecer como personaje en Cien años de soledad. En la Barranquilla de mi juventud, él me había »vendido» hasta tal punto la Barcelona idealizada de sus recuerdos de exiliado, que no dudé en ningún momento».

«Había como una especie de »destape» clandestino, focalizado en la discoteca Bocaccio. Nos parecía una cosa anticuada», refuerza Gabo. (…) Gabo y Mercedes vivieron la efervescencia de la gauche divine, las madrugadas infinitas de Bocaccio, el florecimiento de las nuevas editoriales, las conspiraciones ante la inminente muerte de Franco… Se juntaban con otros escritores atraídos a Barcelona por la «Mamá Grande» Balcells, como José Donoso o Mario Vargas Llosa, y recibían las visitas de Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Pablo Neruda…

(…) «Yo he sido siempre más conspirador que »firmador» –apunta–. He logrado siempre muchas más cosas mirando de arreglarlas por debajo que firmando manifiestos de protesta»

«La violencia ha existido siempre, tiene muchos años en Colombia –recuerda–. El tema de fondo es una situación económica escindida entre los muy ricos y los muy pobres. Y el negocio de la coca es mucho dinero, ¡barriles de dinero! El día en que se acabe la droga, todo va a mejorar muchísimo, porque eso fue lo que lo exacerbó todo. Los grandes productores del mundo están allá. De manera que ya no pelean por la política, como antes, sino por el control de la droga. Y Estados Unidos también está totalmente metido en eso».

Antes de que abandonemos su casa –dice Xavi Ayén–, García Márquez se interesa por los premios Nobel que irán apareciendo en esta serie de entrevistas: «Ah, veo que escogen sólo a los buenos». Seguro de sí mismo, próximo, agarra de vez en cuando a su interlocutor sin que sea posible percibir en él rasgo alguno de su legendaria timidez, aquella que en Barcelona le hacía enmudecer y le activaba mil temblores cuando tenía que hablar en público. «Yo creo que debo de tener fobia social, como la Nobel austríaca, Elfriede Jelinek, porque puedo mantener una conversación de tú a tú, pero me cuesta horrores dirigirme a un auditorio. ¿Mi timidez? Tengo la gran ventaja de que ahora la gente entra en esta casa ya intimidada… y así me va mejor».

El texto completo aquí.

‘La metamorfosis’ en ‘Cien años de soledad’

franz kafkaAconsejan los maestros a releer a los maestros. Mucho antes de morir, en una ocasión en que fue entrevistado, Jorge Luis Borges dijo que prefería releer los clásicos. Y lo daba como consejo. Creo que mucha sabiduría está ahí.

Movido por esta máxima, que trato de aplicar sin desoír mi curiosidad por autores desconocidos, tomé otra vez ‘La metamorfosis’ de Franz Kafka (foto). Cuando iba en la página seis de mi edición (Colección Escolar, Sociedad Comercial y Editorial Santiago Limitada, 2001) donde dice: “Apartar la colcha era casi imposible. Le bastaría con arquearse un poco y la colcha caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse apoyado en brazos y manos; pero, en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era imposible controlarlas”…; eso leía, cuando algo me hizo volver al comienzo.

Volví para leer: “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Y al leer esta primera frase, hubo una conexión en mi memoria. Después de un rato de releer la frase, lo recordé con claridad: era la primera frase de ‘Cien años de soledad’ de Gabriel García Márquez.

No es un secreto la epifanía que tocó a García Márquez cuando leyó esa primera frase de ‘La metamorfosis’ de Kafka. Tanto, que él mismo lo recordó en muchas de las entrevistas que le hicieron después de ganar el Nobel de Literatura en 1982. Dijo que había quedado alelado por varios minutos. La leía y leía y el encantamiento no pasaba. “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. ¿Cómo era posible escribir algo tan maravilloso, tan mágico?, dijo que se dijo García Márquez.

Creo que el impacto fue tal, que solo pudo sentarse a escribir ‘Cien años de soledad’ cuando resolvió cómo escribir la primera frase. Esto también lo contó: que cuando tuvo la primera frase en mente dio vuelta en el auto en el que iba a veranear con su esposa Mercedes Barcha y su hijo Rodrigo, y no se volvió a parar de la mesa de trabajo sino 18 meses después para enviarle por pedazos, «como quien corta carne», el manuscrito a Editorial Sudamericana en Buenos Aires.

El ritmo, la musicalidad, la atmósfera que crea la frase de Kafka es la misma de la primera frase de ‘Cien años de soledad’. Escúchenla: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Y ahora a Kafka: “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Esta es una de esas cosas que se le quedan pegadas a uno, y las hace suyas sin advertir conscientemente el antecedente que la creó. No hablo de copia, y menos de plagio, sino de influjo. Del realismo mágico de ‘La metamorfosis’ con que está impregnada ‘Cien años de soledad’, y entonces de la lectura de Kafka tiene mucho García Márquez.  Praga, a través del tiempo, tocó a Aracataca.

Octavio Paz sobre literatura –en su centenario

octavio paz2La antigua estética se fundaba en la imitación de los modelos de la Antigüedad clásica, la moderna, desde el siglo XVIII para acá, en la búsqueda de una nueva belleza. Pero tal vez estamos al final de este periodo y vivimos en el ocaso de la vanguardia. Sea como sea, en mi caso, la exploración de formas poéticas, de nuevas formas, ha coincidido siempre con el amor y el cultivo de las formas tradicionales, del soneto y el endecasílabo, al poema breve en metros cortos. Pero el cambio y la continuidad no solo se entrelazan en las formas poéticas que he frecuentado sino también en los temas y en la sustancia misma de lo que he escrito.

Mi primer libro, Raíz del hombre, fue, hasta cierto punto, una ruptura con la poesía que se escribía por aquellos días en México. Pero el sentido peculiar de esta ruptura se me escapó a mí mismo. En cambio, no se le escapó a Jorge Cuesta, como se ve en la pequeña nota que dedicó a mi libro. Raíz del hombre es un libro torpe, lleno de repeticiones, ingenuidades, faltas de gusto, un libro que me avergüenza haber escrito. Asimismo es un libro que siento mío, no por lo que dice sino por lo que quiere decir y no llega a decir. El movimiento que impulsa cada línea no es hacia fuera sino hacia dentro. No es una búsqueda de nuevas formas, de la novedad, sino una tentativa fallida, es verdad, por volver a la fuente original primordial.

La palabra sangre aparece en cada poema con una insistencia obsesiva, monótona. Me parecía en esos días de mi adolescencia una suerte de emblema mágico. El abanico de sus significaciones se resolvía en una: la sangre designaba para mí el mundo del origen, el mundo del principio, la vida elemental, la verdadera vida, en suma. Era una verdadera constelación de significados. Venía, por una parte, del novelista inglés D. H. Lawrence, que yo leí mucho en mi primera juventud. Venía también del poeta alemán Novalis para el que la sangre tiene un valor, una significación mística, a la vez corporal y espiritual.

Confluían con esas ideas las visiones del mundo precolombino, especialmente la visión azteca con su creencia en la sangre como una sustancia mágica que ponía en movimiento al cosmos y que era el alimento sagrado de los dioses. Por último, la palabra, y sus oscuras asociaciones, venía de mí, de la parte más honda de mi ser. Pronto abandoné esa palabra como un gastado talismán verbal, pero el subsuelo psíquico en el que, como una verdadera raíz –raíz del hombre–, se hundía, permaneció intacto. Era y es el fondo, el sustento de mi poesía, la sustancia que la alimenta.

(…) En suma, siempre he creído –confieso que hablo de mis creencias y no de mis ideas– que la conciencia poética es la revelación de nuestra condición original, y que esa condición no es solo otra situación, como diría un filósofo moderno, un ser esto o aquello, sino un con estar, un ser con alguien y con algo. Ese algo es lo que llamamos “el mundo” o “el cosmos” o “el universo”: no aquello en que estamos sino aquello con lo que estamos. La poesía, una vez más, nos lanza fuera de nosotros mismos hacia lo desconocido. Es una exploración y una búsqueda de lo nuevo. Al mismo tiempo, es una vuelta, un recordar, un volver a ser, un volver al ser.

(…) Ayer, hoy y mañana se resuelven en una presencia. Durante un instante o un siglo esta experiencia nos hace ver o vislumbrar, en el cambio la identidad y la permanencia en el transcurrir. No me extenderé en esta paradoja porque creo que es realmente indecible, indemostrable. Es un desafío al lenguaje y a la razón. Solo el arte y la poesía, en contadas ocasiones pueden expresarlo, pero todos nosotros, sin excepción, aunque casi siempre hemos olvidado esa experiencia, que generalmente se sitúa en la infancia y en la adolescencia, hemos vivido por un instante esta conjunción de los tiempos.

Y aquí vale la pena subrayar que se trata de una concepción y una experiencia que contradicen la concepción central de la época moderna. Desde hace tres siglos, primero los pueblos de Occidente y ahora el planeta entero creen en la historia como un avance continuo, salvo unos cuantos grupos marginales dispersos aquí y allá (por ejemplo, núcleos de supervivientes de los llamados “primitivos” y grupos de civilizados disidentes decepcionados de los espejismos de las sociedades modernas), la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos adora el futuro.

Para casi todos nosotros no es el pasado sino el futuro el que será mejor. En esto coinciden tirios y troyanos, capitalistas y comunistas. El culto al progreso es la creencia básica del hombre moderno. Esta creencia no sé si llamarla “subreligión” o “superstición” se opone a una de las tendencias centrales del hombre, tal como la revelan la poesía, el amor y la contemplación. Se ha definido al hombre como un animal o un ser que fabrica útiles, Homo faber.

Se le ha definido como un animal racional, como un animal político, o bien, como un producto de la historia cuya conciencia está determinada por las fuerzas sociales de producción. Las definiciones son muchas y casi todas ellas son probablemente ciertas. Ninguna de ellas es además incompatible con la idea del progreso. Pero el hombre, también, es un ser que desea y, porque desea, es un ser que imagina. Su imaginar es el presentir. Es un presentir que es un recordar, que es una exploración de lo desconocido que es, asimismo, una búsqueda del origen. ()

Octavio Paz (foto) (En el centenario de su nacimiento 1914–2014)

‘Sin nombres, sin rostros ni rastros’ de J.E. Pardo

jorge eliércer pardoComo a mis hermanos los han desaparecido, esta noche espero a las orillas del río a que baje un cadáver para hacerlo mi difunto. A todas en el puerto nos han quitado a alguien, nos han desaparecido a alguien, nos han asesinado a alguien, somos huérfanas, viudas. Por eso, a diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias, entre las empalizadas, para hacerlos nuestros hermanos, padres, esposos o hijos. Cuando bajan sin cabeza también los adoptamos y les damos ojos azules o esmeralda, cafés o negros, boca grande y cabellos carmelitas. Cuando vienen sin brazos ni piernas, se las damos fuertes y ágiles para que nos ayuden a cultivar y a pescar.

Todos tenemos a nuestros nn en el cementerio, les ofrecemos oraciones y flores silvestres para que nos ayuden a seguir vivos porque los uniformados llegan a romper puertas, a llevarse nuestros jóvenes y a arrojarlos despedazados más abajo para que los de los otros puertos los tomen como sus difuntos, en reemplazo de sus familiares. Miles de descuartizados van por el río y los pescadores los arrastran a la playa para recomponerlos. Nunca damos sepultura a una cabeza sola, la remendamos a un tronco solo, con agujas capoteras y cáñamo, con puntadas pequeñas para que no las noten los que quieren volver a matarlos si los encuentran de nuevo.

Sabemos que los cuerpos buscan sus trozos y que tarde o temprano, en esta vida o la otra, volverán a juntarse y, cuando estén completos, los asesinos tendrán que responder por la víctima. Si la justicia humana no castiga a los verdugos, la otra sí los pondrá en el banquillo de los que jamás volverán a enfrentarse a los ojos suplicantes de los ultimados.

Esta noche hemos salido a las playas a esperar a que bajen otros. Nos han dicho que son los masacrados hace varias semanas, los que sacaron a la plaza principal y aserraron a la vista de todos. Quiero que venga un hombre trabajador y bueno como los pescadores y agricultores de por allá arriba y que yo pueda hacerle los honores que no le dieron cuando lo fusilaron. Mis hermanas tirarán las atarrayas y los chiles para no dejarlos pasar, uno no sabe si el que le toca es el sacrificado que con su muerte acabará la guerra. Aquí todas creemos que nuestros difuntos prestados son los últimos de la guerra, pero en los rezos nos damos cuenta de que es una ilusión.  Cuando traen ojos se los cerramos porque es triste verles esa mirada de terror, como si en sus pupilas vidriosas estuvieran reflejados los asesinos. Nos dan miedo esos hombres armados que quedan en el fondo de los ojos de los muertos, parecen dispuestos a matarnos también. Muchos párpados ya no se dejan cerrar y, dicen en el puerto, que es para que no olvidemos a los sanguinarios. Los enterramos así, con el sello del dolor y la impunidad mirando ahora la oscuridad de las bóvedas.

Algunos están comidos por los peces y los ojos desaparecidos no dan señales del color de  sus miradas. A muchos de los que nos regala el río y no tienen cara, nosotras les ponemos las de nuestros familiares desaparecidos o perdidos en los asfaltos de las ciudades. Pegamos las fotografías en los vidrios de los ataúdes para despedirlos con caricias en las mejillas. Fotos de cuando eran niños, con sus caras inocentes. Las novias hacen promesas, las esposas les cuentan sus dolores y necesidades y las madres les prometen reunirse pronto donde seguramente Dios los tiene descansando de tanta sangre. Las solteras les piden que les traigan salud, dinero y amor. Y cuando las palomas anidan en las tumbas es el anuncio de que deben emigrar para otra parte de Colombia o para Venezuela, España o los Estados Unidos.

Los primeros meses poníamos en sus lápidas las tristes letras de nn y debajo un número para que todos supieran que era un muerto con dueño, o mejor un desparecido reencontrado. Cuando nadie viene por ellos y las autoridades también los dejan a la buena de Dios, los dueños de los cadáveres los rebautizan con los nombres de sus muertos queridos. Es como un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y lavado después en la arena. Les llevamos flores, les encendemos veladoras y les regalamos rosarios completos y unos cuantos responsos. Todas sabemos que en cada rescatado hay un santo.

Los lunes nos reunimos en un rezo colectivo porque ya todas tenemos muertos  y sabemos que están muy solos y que todavía sienten la angustia de haber sido degollados, descuartizados o ejecutados con desmayo en la humillación. El dolor produce una mueca que nos hace respetar más al sacrificado.

A los aterrorizados les tenemos más amor y consideración porque uno nunca sabe cómo es ese momento de la tortura lenta y cómo enfrentaron las motosierras, las metralletas, los cilindros bomba.

Cuando oímos los llantos colectivos de las viudas errantes buscando a sus muertos, en peregrinación por las riveras, como nuevos fantasmas detrás de sus maridos, les damos los rasgos corporales y les entregamos los cadáveres recuperados. Lloramos con devoción y esa misma noche se los llevan envueltos en costales de fique, en sábanas viejas, en barbacoas o en los cajones simples que nosotras hemos alistado para los difuntos santificados.

Romerías con linternas apuntando el infinito con estrellas como pidiendo orientación al cielo para no perderse en los manglares, tras la huella invisible del río. Lloran como nosotras la rabia de la impotencia. Cuando no encuentran al que buscan nos dejan su foto arrugada porque ya no importa tanto la justicia de los hombres sino la cristiana sepultura de los despojos.

Nos hemos contentado con recibir y adoptar pedazos porque tener uno entero es tan difícil como el regreso de nuestros muchachos reclutados para la muerte. Ellos no volverán, mucho menos las noticias porque la guerra se los come o los ahoga. Cuando no se los traga la manigua, los matan las enfermedades de la montaña o el hambre.

Nos han dicho que no somos los únicos en el puerto, que en Colombia los ríos son las tumbas de los miserables de la guerra. Los viejos nos han dicho que siempre los ríos grandes y pequeños albergan a las víctimas, desde la violencia entre liberales y conservadores de los siglos pasados cuando venían inflados, flotando, con un gallinazo encima.

Al reemplazar el nn en la lápida por el nombre de nuestro esposo o hijo, la energía que viene del cemento es como la que sentimos cuando nos abrazábamos antes de la desaparición. Lo sabemos porque al golpear la pared y empezar las conversaciones secretas, después de las palabras, aquí estamos, no estás solo, nos llega un vientecito tibio como el calor de los cuerpos de nuestros seres inmolados. Los santos asesinados son los mismos en todo el mundo, en todas las guerras y nosotras lo sabemos sin decírnoslo. A algunas de nuestras vecinas les han dicho que se vayan del puerto, que busquen en las ciudades un mejor porvenir para los niños y muchas se han ido sin regreso posible. Entonces regalan o encargan a su muerto, a su Alfredo o Ricardo, a su Alfonso o Benjamín, para que los guíe y cuide en los largos y miedosos tiempos del errabundaje. Así el puerto se ha quedado con muy pocos niños y las adolescentes desaparecen antes de que los padres las saquen de las zonas de candela. Por eso creemos que nuestros muertos, los descendientes sacrificados que nos da el río, reemplazarán a tantas familias que mendigan por Colombia. Mi esposo seguramente ha sido redimido por otra madre desconsolada, más abajo de aquí, porque hemos sabido que lo arrojaron desnudo y dividido, lo acusaban de enlace de los grupos armados. Tendrá otras manos y otra cabeza, pero no dejará de ser el hombre que amaré por siempre, así me lo hayan arrebatado untado con mis lágrimas. Se me ha acabado el agua de mis ojos pero no la rabia. El perdón, el olvido y la reparación, han sido para mí una ofensa. Nadie podrá pagar ni reparar la orfandad en que hemos quedado. Nadie. Ni siquiera el río que nos devuelve las migajas, nos da la comida para vivir y nos entrega los muertos para no perder la esperanza.

Nuestro cementerio no es de desconocidos como pretendieron hacernos creer. Nosotras no pedimos a nuestros muertos números de suerte ni pedazos de tierra para una parcela, pedimos paz para los niños que aún no entran en la guerra a pesar de que a muchos de nuestros sobrinos los han quemado o arrojado al agua. Los niños no llegan a las playas, no son pescados por manos bondadosas.

Dicen que a ellos los rescata un ángel cuando los asesinan. El río los purifica.

Después de tantas noches de cielo hechizado, de tanto llanto contenido, mi hija ha quedado viuda. Por eso está conmigo esta noche en la orilla, rezando para que baje un hombre por quien llorar junto a nosotras. Más arriba hay chorros de linternas. Sabemos que cada uno tiene los muertos que el río buenamente le entrega. No importa que seamos un pueblo de mujeres, de fantasmas, o de cadáveres remendados, no importa que no haya futuro. Nos aferramos a la vida que crece en los niños que no han podido salir del puerto. A nuestras criaturas inocentes las hemos dejado dormidas para salir a pescar a los huérfanos de todo.

Mañana nos preguntarán cómo nos fue y nosotras les diremos que hay una tumba nueva y un nuevo familiar a quien recordar. Bajan canoas y lanchas. No sabemos si estamos dentro de un sueño o nosotras flotamos despedazadas en el agua turbia, en espera de unas manos caritativas que nos hagan el bien de la cristiana sepultura.

Jorge Eliécer Pardo (foto) (Premio Nacional “Cuento Sobre Desaparición Forzada ‘Sin Rastro’”)

Grandes escritores hablan del arte de escribir

libros-escritoresHay dos caminos por los cuales es posible mejorar la manera de escribir: leer y escribir. Leer le permite a uno sentir las pulsiones del autor, de cómo maneja la trama y cómo dice la historia que narra. Y, por supuesto, escribir ayuda mucho a aprender a escribir. Ambas aspectos del mismo hecho literario pueden encontrarse en los talleres literarios. Pero quienes no puedan, por las circunstancias que sean, concurrir a uno de ellos, debe, en primer lugar, conservar la calma, dejar la ansiedad, y ponerse a leer y escribir.

De alguna parte recopilé o me enviaron, no lo recuerdo, las siguientes frases de autores conocidos sobre el acto de escribir. Son, también, reflexiones que ellos se hacen sobre la escritura. Por ejemplo, Rudyard Kipling dice: «Las palabras constituyen la droga más potente que haya inventado la humanidad”, mientras Gordon R. Dickson anota: «Una historia funciona cuando contiene bombas de tiempo dispuestas a estallar en la próxima página”.

«Los escritores viven de la infelicidad del mundo. En un mundo feliz, no sería escritor”, apunta el Nobel de Literatura 1998, José Saramago. Y: «El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar”, dice Gabriel García Márquez, Nobel de Literatura en 1982.

Un tercer Nobel, el de 1964, Jean Paul Sastre, anotó: «No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en que se digan”. Y su compañera de toda la vida, Simone de Beauvoir, apuntó: «Escribir es un oficio que se aprende escribiendo”.

Paul Auster, ganador del premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006, reveló: «Los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad”. A su vez, Joseph Roux proclama con sabiduría: «Hay dos clases de escritores geniales: los que piensan y los que hacen pensar».

En este ejercicio de lo que piensan quienes han trajinado el camino de la literatura uno nota que, providencialmente, no está solo. Que ideas y sentimientos que uno experimenta mientras construye un pequeño texto, o algo más extenso, no son nuevos; otros ya lo sabían porque antes lo habían experimentado. Y es bueno saberlo. Es de lo que nos habla el mexicano Carlos Fuentes, ganador del premio Rómulo Gallegos en 1977 y del Príncipe de Asturias de las Letras en 1994, nos comparte: «Tienes que amar la lectura para poder ser un buen escritor, porque escribir no empieza contigo”.

Marguerite Duras, premio Goncourt en 1984 por ‘El amante’, confiesa: «Escribir pese a todo, pese a la desesperación».

De la originalidad nos recuerda Francois René Chateaubriand: «El escritor original no es aquel que no imita a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar». Entre tanto, Jacindo Benavente, Nobel de Literatura en 1922, se muestra mordaz: «Algunos escritores aumentan el número de lectores; otros sólo aumentan el número de libros”.

Otro Nobel, el de 1962, John Steinbeck, enseña: «La profesión de escritor hace que las carreras de caballos parezcan un negocio estable”. Y Virginia Woolf, dice: «La verdad que escribir constituye el placer más profundo, que te lean es sólo un placer superficial”.

El español, miembro de la Real Academia de la Lengua desde 2003, Arturo Pérez-Reverte, admite: «Cada uno se las ingenia como puede para mantener a raya el horror, la tristeza y la soledad. Yo lo hago con mis libros”.

Voltaire tiene algo incontrovertible que decir: «Todos los estilos literarios son buenos, excepto los de estilo aburrido”.

Con humor, Orson Welles, el genial productor de la versión radial de ‘La guerra de los mundos’, que hizo historia en los Estados Unidos, y creador de películas que son íconos del cine, como ‘Ciudadano Kane’, dice: «Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude”.

«Para un auténtico escritor, cada libro debería ser un nuevo comienzo en el que él intenta algo que está más allá de su alcance», sentencia el Nobel de Literatura de 1954, Ernest Hemingway.

«Escribir es la manera más profunda de leer la vida”, considera el español Francisco Umbral, en tanto el argentino Ernesto Sábato, remata: «Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras grandiosas”.

La banda de Pablo Neruda, según González Vera

neruda2En la semblanza de Neruda (foto), mucho antes de que fuera Premio Nobel de Literatura, que obtuvo en 1971, José Santos González Vera dedica un capítulo al poeta, que titula “Neruda y su banda”, el cual comencé a presentar en el post (entrada) anterior. Lo interesante del conocimiento que uno puede adquirir de personalidades cimeras, como la del poeta de Parral, es que va más allá del mote. Así como pudo percibirse en los párrafos sobre Gabriela Mistral a la mujer doméstica, más allá de su insistente persecución lésbica, en estos sobre Pablo Neruda descubre uno al hombre que vive su vida más allá de su endilgada filiación comunista.

Vamos, pues, a lo que vinimos, con González Vera. Habíamos quedado en que “construyó su seudónimo con el nombre de Paul Verlaine y el apellido de Jan Neruda”. Entonces continúa el autor de ‘Aprendiz de hombre’:

Veinte poema de amor y una canción desesperada, su obra siguiente, fue leída por mancebos, doncellas, casadas, viudas, engañadas, novias, monjas, románticas, escépticas, solteronas; fue leído en los trenes, en los jardines escolares, en los hoteles, en barcos, en casas y casonas y, sobre todo, en los parques solitarios, que tan extraordinaria vida cobran al atardecer. En vez de sus vulgaridades propias, los jóvenes o los falsos jóvenes dijeron a sus amadas versos de Neruda y todo fue providencial. Elevaron sus corazones a la atmósfera espiritual de la poesía y, al volver a lo cotidiano, encontraron una realidad pródiga.

“Muchachos y muchachas aprendíanse cada poema y los recordaban a cada hora, al amanecer, al mediodía, al caer la noche, doquiera hubiese silencio. Eran versos como llaves: ‘A nadie te pareces desde que yo te amo’”

Se refiere al poema 14. El libro de poemas de Neruda se volvió, pues, un fenómeno inmediato, un best seller diríamos ahora (un superventas), que volaba de mano en mano y sus textos se repetían de boca en boca.

“A sus musas habituales”, anotó Santos González, “debió Neruda mezclar las corpóreas, que no escasearon. Leían sus versos y, en seguida, querían un recuerdo suyo. Una noche en que fui a buscarle a su pieza, mientras caminábamos hacia el corazón de la ciudad, Pablo Neruda se me separaba unos pasos, daba con sus nudillos en el cristal de la ventana y esta se entreabría mágicamente y dejábase oír un susurro. Luego se me reunía. Dos veces en el trayecto se apartó a probar suerte y el milagro se repetía.

“Vino de Temuco para hacerse profesor de francés. Como pudo resistió tres años estudiando, pero la necesidad de acelerar las experiencias que los demás acumulan lentamente, los estímulos reiterados que llegaban a él de mil partes y las voces de su gran destino, alejáronle de la pedagogía.

“Neruda solo oía a los extraños; mas, si paseaba con un amigo, hablaba separando bastante las palabras. Era sensible al humor y hasta se entusiasmaba cuando una reunión se convertía en fiesta. Sin embargo, primaba en él un sentido serio de la vida. Dije que era anarquista o algo semejante. Sus preocupaciones las expresaba en frases breves, un tanto sentenciosas, a la manera del campo. Asombraba al tomar partido violentamente por lo peregrino y lo inusitado”.

Una descripción de su carácter, la percepción que de Neruda se podía tener. Y de sus lecturas y amistades, José Santos González Vera nos dice, en la página 177 de ‘Aprendiz de hombre’, edición de Empresa Editora Zig-Zag S.A., Santiago de Chile, 1960: “Le gustó, sobremanera, ‘Sachka Yegulev’, de Leonidas Andreiev, que comienza así: “…Cuando sufre el alma de un gran pueblo, toda la vida está perturbada, los espíritus vivos se agitan y los que tienen un noble corazón inmaculado van al sacrificio”. Publicó prosas en ‘Claridad’ firmadas con el nombre del héroe.

“Alguien empezó a denominar a los jóvenes que le acompañaban “la Banda de Neruda”. Al oscurecer veíasele seguido de ocho o más parciales de sombrero alón y capa. Caminaban hacia el río y se metían en el bar Teutonia. Solo ahí se escanciaba el buen vino de Verlaine.

“Uno de sus acompañantes era Tomás Lago, de aspecto fuerte, sonrosado, con aire hostil. A través de los años ha mantenido esa apariencia. De más cerca descúbrense en él delicadeza, desenfado, pudor e inconformismo. Desertó de la universidad por la aventura literaria. Hizo en colaboración con Neruda un libro: “Anillos”. Y después buena prosa narrativa”.

Lom Ediciones editó “Anillos” en 1997, reseñando: “Esta edición de Lom rescata un «diálogo político», publicado originalmente en 1926, entre dos jóvenes que coinciden ante la profundidad de su propia percepción y el alto vuelo de su palabra”. Lom también puso en circulación, en 1999, el texto “Ojos y oídos” de Tomás Lago, sobre el cual afirma: “Este libro recompone –a través de esas notas– parte de la vida de Neruda, desde lo visto y oído para alguien que deambula como testigo, pero que sobretodo, acompaña desde una profunda amistad al poeta”.

Retomemos ‘Aprendiz de hombre’, donde González Vera añade: “Alberto Rojas Jiménez fue el amigo predilecto de Pablo Neruda. Era muchacho de hermoso rostro, simpático desde el primer momento, muy natural, con un dejo poético y una inquietud que le inducía a cambiar de empleos y lugares. Estuvo de funcionario en el Ministerio de Educación, empleóse en una librería, trabajó en el mineral de El Teniente, buscó avisos, viajó, dejó pasar el tiempo de cualquier manera.

“Con atributos para ser alguien, por despego vivió sin plan, sin deseo persistente de cosa alguna. Como no estuvo sujeto a citas, compromisos o proyectos, hizo de sus horas lo más placentero. Dejó poemas sueltos, cartas y un pequeño libro: “Chilenos en París”, revelador de sensibilidad y don literario.

“Influyó, posiblemente, en la caligrafía de Neruda. Hay semejanza en la letra de uno y otro. Los unió una profunda simpatía, acaso por lo distintos que eran.

“Hacía Rojas Jiménez ciertas cosas como jugando. Entraba a la tienda de un peninsular, que jamás gastó un diez en propaganda, ara solicitarle una página. El español negábase. Rojas Jiménez insistía con su voz melodiosa. El peninsular, ceñudo, expulsábale. Alberto Rojas Jiménez se mantenía inflexible. El tendero echaba mano a la vara. Entonces Rojas Jiménez retrocedía despacio, sonriendo, y le advertía que volvería cuando lo notara tranquilo. Al asomarse nuevamente, el godo se mostraba amenazador. A la semana, Alberto Rojas Jiménez había conseguido desmoralizarlo y obtenía el aviso.

“Murió por la brutalidad de un mesonero al que no pudo pagar su consumo. Este le obligó a dejar su vestón en prenda. Rojas Jiménez salió al aire, avanzada la noche, en lo más crudo del invierno y le atacó una neumonía de la cual murió rápidamente.

“Pablo Neruda le dio lo que él no quiso concederse: el derecho a perdurar. El poema que escribiera en Madrid (‘Alberto Rojas Jiménez viene volando’) es, fuera de los ‘Sonetos a la muerte’ de Gabriela Mistral, la obra más patética de nuestra poesía.

“Rojas Jiménez fue, entre los poetas jóvenes, el introductor del sombrero alón y de la capa. Los demás solo usaban sombrero, tal vez por el subido costo de la capa. Luego se mostró Neruda con su capita de ferroviario, obsequio de su padre. Recuerdo haberle visto caminar con un amigo, en un día invernal. Después de andar buen rato, Neruda se despojó de ella y la puso en los hombros de su acompañante. Quería hacerle sentir su encendido aprecio.

“Pablo Neruda atraía como compañero. Superó a los reyes que tienen corte, porque pueden dar, en que la tuvo solo por el encanto de su personalidad.

“Al interrumpir sus estudios, fue y dejó de ser empleado de la Administración; consiguió un mísero consulado en una posesión holandesa. Viajó por el Oriente, que lo transformó y lo castigó con su húmedo clima. De vuelta traía los originales de “Residencia en la Tierra”, obra que lo aleja de su tono amatorio y romántico, en que las palabras saben a fluidos y son otros sus pensamientos, aunque parezca en estos versos más objetivo. El poeta desatiende un tanto lo que le atañe como individuo y aspira las emanaciones terrestres, capta los elementos, adivina lo oculto, creando un como panteísmo, no sin tormento en la visión, con énfasis insistente en lo germinal, en lo que escapa al ojo físico del hombre.

“Más que la facultad de comprender, tales poema hablan a la sensibilidad; se les siente, como ocurre con el pensamiento musical. Residencia en la tierra ha pesado tremendamente en la poesía joven americana. Raros han sido los jóvenes que no buscaran sus materiales en tan promisoria mina. Con este libro nació el término “nerudiano” que se aplica a sus imitadores. A veces un poeta abre un libro de otro poeta imberbe, lo hojea y exclama: –“¡Es nerudismo puro!”

‘Poetas: nace un poeta’: Pedro Prado, de Neruda

neruda1La otra semblanza del libro ‘Aprendiz de hombre’ de José Santos González Vera se refiere a Pablo Neruda (foto). Cuenta que en Temuco, trabajando él en un pequeño diario a órdenes de Orlando Mason, un día fue a conocer a Pablo Neruda.

“Lo esperé en la puerta del liceo, alrededor de las cinco. Era un muchachito delgadísimo, de color pálido terroso, muy narigón. Sus ojos eran dos puntitos negros. Llevaba bajo su brazo La sociedad moribunda y la anarquía de Juan Grave. A pesar de su feblez, había en su carácter algo firme y decidido. Era más buen silencioso, y su sonrisa, entre dolorosa y cordial.

“Empezamos a pasear por las inmediaciones. Íbamos a Padre Las Casas, pueblecito por donde los indígenas se comunicaban con Temuco. Andando por ahí vi a un mapuche erguido en su caballo y su mujer que le seguía a pie, con un saco a la espalda. Otra visión de un día invernal, en que el camino estaba enfangado, el cielo oculto por oscuras nubes, fue la de una carreta detenida en un charco. Dos indias empujaban las ruedas sin conseguir zafarla del lodo. Dentro de la carreta, un par de mapuches, junto al brasero, conversaban apaciblemente, tal si fueran griegos redivivos.

“Neruda pasó sus primero cinco años con su abuelo, en el lugarejo de Belén, en Parral. Había perdido a su madre a poco de nacer. Su padre lo llevó finalmente a Temuco, en donde era conductor de trenes. Supe que este, a quien solo vi a distancia, era buen conversador y que le gustaba llenar su casa de amigos. Si se hallaba solo, parábase en la puerta e invitaba a alguien a que le acompañara a almorzar.

“Cuando Neruda era pequeño, le daba un libro al revés y lo leía de corrido. Asimismo, sumaba velozmente toda suerte de cantidades sin inquietarle la exactitud. Sus primeros versos debió escribirlos a los doce años. En el hogar de Mason oía música, y si lo dejaban a comer, prefería que el agua se la sirvieran en copas de color. Decía que así la encontraba más rica”.

Esta costumbre del agua en copas de color la mantuvo hasta la muerte. En Isla Negra se pueden ver las últimas enormes que usó. Menos sucinta que la de Gabriela Mistral, medicinal, González Vera continúa sobre Neruda en las páginas 155 y 156 de ‘Aprendiz de hombre’, edición de Empresa Editora Zig-Zag S.A., Santiago de Chile, 1960:

“En el liceo tuvo de profesor de francés a Ernesto Torrealba, más tarde diplomático y cronista elegante, que le recomendaba autores y le prestaba libros. Le facilitó obras de Gorki. Además le advertía: “Si quieres escribir, no sigas castellano, porque no te podrás librar de la pedagogía”.

“Neruda tradujo del inglés un poema y lo mostró a su profesor, que se lo devolvió sin decir palabra. Neruda destruyó la hoja. El maestro, que le observaba de soslayo, le pidió los fragmentos. En un santiamén, Neruda volvió a escribir el poema.

“Al conocerle, ya Neruda había obtenido un premio literario, era presidente de los estudiantes temuquenses e inquietaba al ambiente a su modo, hablando apenas, pero diciendo algo preocupador.

“Solía ir a ver a Gabriela Mistral. En una de sus visitas, no la encontró y estuvo aguardándola más de media hora, sentado frente a la escultora Laura Rodig, con la cual no cambió palabra.

“En sus versos maldecía la lluvia y el barro, y expresaba que Temuco no tenía más gracia que albergarla (una muchacha a la que consagraba sus versos). Sus diferencias con la lluvia, casi cotidiana en la ciudad, eran grandes, porque le dejaban preso en el umbral de la puerta”.

Remata la página 156 y continúa otro poco en la 157: “Al conocer a Neruda, su acento me extrañó. Es el suyo un tono particular, carnoso, en que hay variados matices. Uno se acostumbra a su voz y al releer sus versos se la siente. En cambio, en boca de las recitadoras son deplorables siempre, suena a falsificación.

“Oyendo a los indios, me vino el recuerdo de la entonación nerudiana. Traté de explicarme qué fenómeno determinó esa evocación. Durante minutos no pude precisarlo, mas, de repente, entre las palabras de diversos indígenas, una fue emitida con voz gemela a la de Neruda. En consecuencia, lo posible era que otra palabra, asilada también, y oída por mí al azar, me trajera el recuerdo. Aunque escuché con ahínco, no conseguí  oír nuevamente ese tono peculiar”.

Hago un salto a la página 176 de la misma edición, para seguir el dibujo que de Pablo Neruda hace José Santos González Vera. Es un “capítulo”, titulado “Neruda y su banda”. Pongo capítulo entre comillas, porque el libro está hecho de fragmentos de memoria que, en ocasiones, copan media página, pero de pronto explaya sus observaciones, como en este caso.

El capítulo va de la 176 a la 179. Comienza así: “Pablo Neruda era conocido de unos pocos muchachos. En una velada de universitarios se declaró merecedora del primer premio su “Canción de la fiesta”. Súbitamente quedó más alto que los veintitantos poetas mozos que pululaban en torno de la Federación. Neruda debía decir su ‘canción’ en todo lugar y a toda hora.

Hoy que la tierra madura se cimbra…

“Neruda recibía una mesada pequeñísima, que le obligaba a residir en las más lúgubres pensiones, y a mudarse casi mes a mes, por si en un matiz siquiera la nueva fuese menos detestable que la última.

“’Crepusculario’, su primer libro, hizo decir a Pedro Prado: “Poetas: este no es un libro más. Es el augurio de que un gran poeta está naciendo entre nosotros”. Su nombre comenzó a viajar. Uno de los poemas entró al repertorio de las recitadoras.

“Construyó su seudónimo con el nombre de Paul Verlaine y el apellido de Jan Neruda”.

Detengo aquí la memoria de Santos González sobre el Nobel de Literatura 1971, para no fatigar al lector del blog. Pero, desde luego, la voy a continuar en el próximo post (o entrada), con lo que resta de la ‘banda de Neruda’. Y también porque la referencia que se hace en el capítulo “Neruda y su banda” es ya de adultez, mientras lo arriba compartido corresponde a su juventud.

Me parece que siempre es interesante escuchar voces nuevas (“nuevas” en tanto se ignoran, como ésta, aunque procede de la primera mitad del siglo pasado) con relación a personajes aparentemente fatigados desde todos los flancos.

‘El perro…’, ‘La rana…’, ‘El mono…’ de Monterroso

augusto monterrosoEl perro que deseaba ser humano     En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.

Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.

La rana que quería ser una rana auténtica     Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

El mono que quiso ser escritor satírico     En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.

Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.

Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.

No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.

Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.

Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.

Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios –auxiliares en realidad de su arte adulatorio– lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.

Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacía más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.

Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.

Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.

En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.

Augusto Monterroso (foto)

Óscar Bustamante, robusto escritor

oscar bustamanteGanó dos veces el premio Consejo Nacional del Libro y la Lectura: en 1995 con la novela ‘Explicación de todos mis tropiezos’, considerada su mejor obra, y en 2002 con ‘Una mujer convencional’. En el 2009 ganó el premio Academia Chilena de la Lengua con ‘El jugador de rugby’. Pero de la que hablo aquí es ‘Asesinato en la cancha de afuera’, la primera que escribió y de la que tengo la primera edición de 1991, de los editores Víctor Cornejo y Cristian Cottet, con ilustración de la tapa del libro de Alejandro Albornoz, que debí haber leído entonces y solo lo hago ahora.

Comienza: “Estaba oscuro… Hacía rato que la luz veía fallando, iba y venía, de a tantos, y cuando sucedió el hecho toca que estaba oscuro y yo para peor andaba medio retirado… ¿Borracho?, no fijesé, no tanto, nadie estaba muy borracho, no sé, será que escasea el dinero, falto de billete, como le decía, pero las chiquillas insistieron y yo, que había estado toda la tarde mirando hacia la cancha, observando los preparativos y con el ánimo de quedarme acá arriba escuchando la radio, cedí a las palabras de convencimiento de la tía Graciela y las chiquillas”.

Quien habla es Jaime, y luego lo hacen, en este orden, Adolfo, Belisario, Graciela, Aguilera, don Octavio, el cura Aurelio, Luis, Ciro y Mariana. Digo bien: hablan. No son ‘monólogos interiores’, sino verbalizaciones de los testigos o relacionados con el asesinato en la cancha de afuera. Cada cual con voz característica: la del cura, el patrón o la citadina. Y la del acusado, Luis.

Al principiar la lectura me vino una reminiscencia de Juan Rulfo. Ese es el tono, solo que, como anoté, los personajes no piensan, sino que hablan, y en este sentido interactúan con alguien más. También pensé cómo es que su nombre, Óscar Bustamante (foto), no está más en boga, a cambio de otros con obras menores.

Exploró el alma del ser común, el campesino y el pequeñoburgués, lo lugareño y las reminiscencias del mundo, haciendo del idioma elemental una herramienta suficiente para adentrarse en el alma de los personajes; personajes que podemos ser tú o yo, llenos de flaquezas y heroicidad, contradictorios y sublimes.

Creo que con ‘Asesinato en la cancha de afuera’ se gesta el tono de la que es considerada su mejor obra: ‘Explicación de todos mis tropiezos’, de la que podemos escuchar esta entrada: “No sé cómo empezar esta carta, primo. Es sumamente embarazoso solicitarte que vengas a rescatarme de este antro maloliente, aunque rescatar no es del todo la palabra adecuada, porque yo podría retirarme de esta pocilga sin que tú tengas que venir a mediar. Bastaría con un documento que lleve mi firma para que en condiciones normales yo abandone este lugar como corresponde a un caballero, pero desgraciadamente estoy sometido a la humillación de una notificación de carabineros por lo que esta madame estima que le adeudo… Es una barbaridad, por eso estas líneas destilan desánimo”. Sigue leyendo.

Óscar Bustamante murió de cáncer el 1 de octubre del 2013, a los 72 años. Dijo Arturo Fontaine: “Fue una persona que recorrió con intensidad las diversas dimensiones de la vida. Encarnó el ideal de la persona completa, del «all rounder» que le inculcó su colegio, The Grange. Agricultor de fundo viejo, deportista dotado y entusiasta (rugby, box, polo, tenis), arquitecto modernista y de buena mano, aficionado a la pintura, al jazz y, sobre todo, a la conversación de tiro largo, fue en el fondo un escritor de veras. Escribió con pasión ganándole tiempo a la muerte que lo cercaba”

De su pluma son Asesinato en la cancha de afuera (1991), Recuerdos de un hombre injusto (1994), Explicación de todos mis tropiezos (1995), El día que se inauguró la luz (1998), Café cortado (2002), Una mujer convencional (2002) y El jugador de rugby (2008).