En el oscuro
sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso
entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico
castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas.
El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni
por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por
traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la
tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias
ortodoxas.
El brujo tiene aspecto
sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un
solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al
siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto
de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel.
Estaba huraño y cabizbajo
el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus
pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!
En lo alto del muro hay una
angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si
pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se
apiade de su padre… Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie
pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle
al Dnieper! Se ve un bote… Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con
angustia su monótono retumbar.
De pronto alguien aparece
en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo
está desierto… Al rato ve que alguien baja a lo lejos… El viento agita su manto
verde, una cofia dorada arde en su cabeza… ¡Es ella!
Él se aprieta aún más
contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca…
–Katerina, hija mía, ¡ten
piedad! ¡Dame una limosna!
Ella permanece muda, no
quiere escucharlo. Tampoco levanta sus ojos hacia la prisión, ya pasa de largo,
ya no se la ve. El mundo está vacío; el Dnieper sigue con su melancólica
canción y la tristeza vacía el alma. Pero, ¿conocerá el brujo la tristeza?
El día está por terminar.
Ya se puso el sol, ya ni se lo ve. Ya llega la noche: está refrescando. En
alguna parte muge un buey, llegan voces. Seguramente es la gente que vuelve de
sus faenas y está alegre; sobre el Dnieper se ve un bote… Pero, ¿quién se
acordará del preso? Brilla en el cielo el cuerpo de plata de la luna nueva.
Alguien viene del lado opuesto del camino pero es difícil distinguir las cosas
en la penumbra…, ¡pero sí!… Es Katerina que está volviendo.
–¡Hija, por el amor de
Cristo! Ni los feroces lobeznos despedazan a su madre. ¡Hija mía!…, ¡mira al
menos a este criminal padre tuyo!
Ella no lo escucha y sigue
su camino.
–¡Hija!… ¡En el nombre de
tu desdichada madre!
Ella se detuvo.
–¡Ven, ven a escuchar mis
últimas palabras!
–¿Para qué me llamas,
apóstata? ¡No me llames hija! Ningún parentesco puede existir entre nosotros.
¿Qué pretendes de mí en nombre de mi desdichada madre?
–¡Katerina! Se acerca mi
fin. Sé que tu marido me atará a la cola de una yegua y luego la hará galopar
por el campo… ¡Y quién sabe si no elegirá una ejecución más terrible!
–¿Acaso hay en el mundo una
pena que se iguale a tus pecados? Espérala, nadie intercederá por ti.
–¡Hija! No temo el castigo,
más temo los suplicios en el otro mundo… Tú eres inocente, Katerina, tu alma
volará al paraíso, al reino de Dios. Mientras, el alma de tu sacrílego padre
arderá en el fuego eterno, un fuego que nunca se apagará. Arderá cada vez más
fuerte; ni una gota de rocío caerá sobre mí, ni soplará la más leve brisa…
–No está en mi poder
aplacar aquel castigo –dijo Katerina, volviendo la cabeza.
–¡Katerina! ¡Una palabra
más, tú puedes salvar mi alma! Tú no te imaginas qué bueno y misericordioso es
Dios. Habrás oído la historia del apóstol Pablo, un gran pecador que luego se
arrepintió y se convirtió en un santo.
–¿Qué puedo hacer yo para
salvarte? –respondió Katerina–. ¿Acaso yo, una débil mujer, puede pensar en
ello?
–Si pudiese salir de aquí,
renunciaría a todo y me arrepentiría. Confesaría mis pecados, me iría a una
cueva, aplicaría ásperos cilicios sobre mi cuerpo y, día y noche, rogaría a
Dios. No sólo no comería carne, ¡ni siquiera pescado comería! No cubriría con
ningún manto la tierra sobre la que me echara a dormir. ¡Y rezaría, rezaría sin
descanso! Y si después de todo esto la bondad divina no me perdona aunque sólo
sea la décima parte de mis pecados, me enterraría hasta el cuello en la tierra
y me amuraría dentro de una muralla de piedra. No tomaría alimento, no bebería
agua. Dejaría todos mis bienes a los monjes para que durante cuarenta días con
sus noches rezaran por mí…
Katerina se quedó
pensativa.
–Aunque yo abriese la
puerta –dijo–, no podría quitarte las cadenas…
–No son las cadenas lo que
yo temo –dijo él–. ¿Crees que han encadenado mis manos y mis pies? No. Yo eché
bruma en sus ojos y en lugar de mis brazos les tendí madera seca. ¡Mírame!…
Ninguna cadena hay sobre mis huesos –añadió, surgiendo entre las sombras del
sótano–. Tampoco temería estos muros y pasaría a través de ellos, pero tu
marido no se imagina qué muros son éstos: los construyó un santo ermitaño y
ninguna fuerza impura puede hacer salir a un prisionero, pues la puerta tiene
que abrirse con la misma llave con que el santo cerraba su celda. ¡Una celda
así cavaré para mí, pecador, el mayor de los pecadores!
–Escucha… yo te pondré en
libertad, pero ¿y si me estás engañando? –dijo Katerina, deteniéndose junto a
la puerta–. ¿Y si en lugar de arrepentirte sigues hermanado con el diablo?
–No, Katerina, ya me queda
poca vida. Ya, aunque no fuera a ser ejecutado, mi fin estaría cerca. ¿Es
posible que me creas capaz de exponerme al castigo eterno? –sonaron los
candados–. ¡Adiós! ¡Que Dios todo misericordioso te ampare, hija mía! –dijo el
hechicero, besándola en la frente.
–¡No me toques, horrendo
pecador! ¡Vete, pronto! –decía Katerina.
Pero él ya había
desaparecido.
–Lo he puesto en libertad –se
dijo ella, asustada y mirando con ojos enloquecidos las paredes–. ¿Qué le diré
a mi marido? Estoy perdida. Lo único que me queda es enterrarme viva –y
sollozando se dejó caer en el tronco que servía de silla al prisionero–. Pero
salvé un alma –dijo ella, quedamente–, hice una obra grata a Dios; ¿y mi
marido?… Es la primera vez que lo engaño. ¡Oh, qué horrible! ¿Cómo podré
guardar mi mentira? Alguien viene. ¡Y es él, mi marido! ¡Es él, mi marido! –gritó
desesperadamente, y cayó a tierra desvanecida.
–Soy yo, mi niña. ¡Soy yo,
mi corazón! –oyó decir Katerina, recobrándose y viendo ante sí a la vieja
sirvienta. La mujer, inclinada sobre ella, parecía susurrar ciertas palabras y
con su seca mano la salpicaba con gotas de agua fría.
–¿Dónde estoy? –decía
Katerina, incorporándose a medias y mirando a su alrededor–. Ante mí se agita
el Dnieper, y detrás de mí se alzan las montañas. ¿Adónde me has traído, mujer?
–Te he sacado en brazos de
aquel sótano sofocante y luego cerré la puerta con la llave para que el amo
Danilo no te castigue.
–¿Y dónde está la llave? –dijo
Katerina, mirando su cinturón–. No la veo.
–La desanudó tu marido,
hija mía, para ir a ver al brujo.
–¿Para verlo?… ¡Ay, mujer,
estoy perdida! –exclamó Katerina.
–Dios nos libre de eso, mi
niña. Tú debes permanecer callada, mi niña, nadie sabrá nada.
–¿Has oído, Katerina? –exclamó
Danilo, acercándose a su mujer. Sus ojos llameaban, mientras el sable,
tintineando, se balanceaba en su cinturón. La mujer quedó muerta de espanto–.
¡Él se escapó, el maldito Anticristo!
–¿Acaso alguien lo ha
dejado huir, amado mío? –dijo ella, temblando.
–Seguramente lo dejaron
salir, pero fue el diablo. Mira, en su lugar hay un tronco encadenado. ¡Por qué
habrá hecho Dios que el diablo no tema las garras cosacas! Si sólo se me
cruzara por la cabeza la idea de que alguno de mis muchachos me ha traicionado,
y, si llegara a saber… ¡Ah!, no encontraría un castigo digno de su culpa…
–¿Y si hubiera sido yo? –dijo
involuntariamente Katerina, pero enseguida se calló.
–Si tal cosa
fuese verdad, no serías mi esposa. Te cosería dentro de una bolsa y te
arrojaría al Dnieper.
Katerina se sintió
desvanecer, le pareció que sus cabellos se separaban de su cabeza.
En la taberna del camino
fronterizo se juntaron los polacos y hace dos días están de gran juerga. Hay
bastante de toda esta chusma. Se habrán juntado probablemente para una
incursión; algunos de ellos hasta llevan mosquete. Se oyen sonar las espuelas y
tintinear los sables. Los nobles polacos beben, gritan y se vanaglorian de sus
extraordinarias hazañas, se burlan de los cristianos ortodoxos, llaman a los
ucranianos sus siervos, retuercen con aire digno sus mostachos y se repantigan
en los bancos con las cabezas erguidas. Está con ellos el cura polaco, pero ese
cura tiene la misma traza de sus compatriotas; ni por su aspecto perece un
sacerdote: bebe y festeja como todos y con su impía lengua pronuncia palabras
repugnantes. Tampoco los sirvientes se quedan atrás: arremangándose sus rotas
casacas como si fueran hombres de bien, juegan a los naipes y pegan con ellos
en las narices de los perdedores… Y se llevan mujeres ajenas… ¡Gritos, peleas!…
Los señorones parecen poseídos y hacen bromas pesadas: tiran de la barba al
judío tabernero y pintan, sobre su frente impura, una cruz; luego disparan
contra las mujeres con balas de fogueo y bailan el krakoviak con su inmundo
cura. Nunca se vio tal desvergüenza ni siquiera durante las incursiones
tártaras: es posible que Dios haya querido, permitiendo estas atrocidades,
castigar los pecados de la tierra rusa… Y entre el endemoniado rumor se oye
mencionar la chacra del amo Danilo y de su hermosa mujer, allá, en la otra
orilla del Dnieper. Para nada bueno se ha juntado esta pandilla.
El amo Danilo se halla
sentado en su habitación, acodado sobre la mesa. Parece meditar. Desde el banco
el ama Katerina canta una canción.
–¡Estoy muy triste, querida
mía! –dijo el amo Danilo–. Me duele la cabeza, me duele el corazón. Algo me
oprime… Se ve que la muerte anda rondando mi alma.
–¡Oh, mi amado Danilo!
Apoya tu cabeza en mi pecho. ¿Por qué acaricias en tu corazón pensamientos
nefastos? –pensó Katerina, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Se sentía
culpable y le resultaba imposible recibir caricias de su esposo.
–Escucha, querida –dijo
Danilo–. No abandones jamás a nuestro hijo cuando yo deje esta vida. Dios no te
daría felicidad si lo abandonaras, ni en este mundo ni en el otro. ¡Sufrirán
mis huesos al pudrirse en la tierra, pero más, mucho más, sufrirá mi alma!
–¿Qué dices, esposo mío?
¿No eras tú quien se burlaba de las débiles mujeres, tú, que ahora hablas como
una de ellas? Aún has de vivir mucho tiempo.
–No, Katerina, mi alma
presiente su próximo fin. Se vuelve triste la vida en esta tierra; se acercan
tiempos aciagos. ¡Ah, cuántos recuerdos! ¡Aquellos años que ya no volverán! Aún
vivía Konashevich, gloria y honor de nuestro ejército. Veo pasar ante mis ojos
los regimientos cosacos. ¡Aquélla sí fue una época de oro, Katerina! El viejo
hetmán montaba en su caballo moro, en sus manos refulgía el bastón, mientras a
su alrededor se agitaba la infantería cosaca… ¡Ah, cómo se movía el rojo mar de
jinetes de Zaporozhie! El hetmán hablaba y todos quedaban como petrificados. Y
el viejo lloraba cuando recordaba nuestras antiguas hazañas, aquellas luchas
cuerpo a cuerpo. ¡Ah, Katerina, si supieras cómo peleábamos con los turcos! En
mi cabeza conservo una profunda cicatriz. Cuatro balas me han atravesado y
ninguna de estas heridas ha terminado de curarse. ¡Cuánto oro arrebatamos
entonces! Los cosacos traían sus gorras llenas de piedras preciosas. ¡Y qué
caballos, Katerina, si supieras qué caballos apresábamos entonces! No, ya no
podré pelear como entonces. Parece que no estoy viejo, mi cuerpo se mantiene
ágil; pero la espada cosaca se cae de mis manos, vivo sin hacer nada y yo mismo
ya no sé para qué vivo. No hay orden en Ucrania. Los coroneles y los esaúles riñen
entre sí como los perros; no hay guía que los dirija. Nuestras familias de
abolengo adoptaron las costumbres polacas, aprendieron su hipócrita astucia…
Vendieron sus almas al aceptar la facción de la
ortodoxia rusa que reconocía al Papa. Los judíos explotan al
pobre. ¡Oh tiempos, tiempos pasados! ¿Dónde han quedado mis años juveniles?
¡Anda, muchacho! Tráeme de la bodega un jarro de hidromiel. Beberé por nuestra
suerte de antaño, por los tiempos idos.
–¿Con qué vamos a convidar
a las visitas, mi amo? ¡Por el lado de las llanuras se acercan los polacos! –dijo
Stetzko, entrando en la casa ucraniana de adobe.
–¡Sé muy bien
a qué vienen! –exclamó Danilo, levantándose de su asiento–. ¡Ensillen los
caballos, mis servidores. ¡Colóquenles sus guarniciones! ¡Todos los sables
fuera de las vainas! ¡Ah, y a no olvidarse de la avena de plomo: recibiremos
con honra a los visitantes!
Los cosacos aún no habían
tenido tiempo de montar sus caballos y cargar sus mosquetes cuando los polacos,
cuál ocres hojas cayendo de los árboles en otoño, cubrieron totalmente la falda
de la montaña.
–¡Bueno, bueno! ¡Aquí hay
con quién charlar a gusto! –dijo Danilo, mirando a los gordos señores que muy
orondos se balanceaban en sus cabalgaduras con arneses de oro–. ¡Por lo que veo
nos está esperando una fiesta hermosa! ¡Goza, pues, tu última hora, alma de
cosaco! Ha llegado nuestro día: ¡a festejarlo, pues, muchachos!
Y comenzó la orgía de las
montañas. Comenzó el gran festín: ya se pasean las espadas, vuelan los
proyectiles, relinchan los corceles. Los gritos enloquecen la mente, el humo
enceguece los ojos. Todo se mezcla; pero el cosaco siente dónde está el amigo y
dónde el enemigo. Y cuando estalla una bala, cae del caballo un bravo jinete;
cuando silba el sable, una cabeza rueda por tierra murmurando palabras
confusas.
Pero en medio de la
multitud siempre sobresale el rojo tope de un gorro cosaco. Es el amo Danilo:
brilla el cinto de oro de su casaca azul, vuela como un torbellino la crin de
su caballo moro. Está en todas partes, parece un pájaro. Grita y agita su sable
de Damasco y pega golpes a diestra y siniestra…
–¡Pega, asesta tus sablazos,
cosaco! ¡Date el gusto, diviértete, cosaco! Goza con tu corazón de valiente!,
pero no vayas a distraerte con los arneses de oro y las ricas casacas. ¡Pisa
con herraduras de tu corcel el oro y las piedras preciosas! ¡Clava tu lanza,
cosaco! Goza, goza, pero mira hacia atrás, los impíos polacos están prendiendo
fuego a las viviendas y se llevan el asustado ganado.
Y el amo Danilo, como un
torbellino, vuelve grupas, y ya se ve su gorro con el tope rojo cerca de las
jatas, y mengua la muchedumbre de los enemigos.
Varias horas duró la pelea
entre cosacos y polacos. El número de éstos era cada vez menor, pero el amo
Danilo parecía incansable. Con su larga lanza abatía a los jinetes enemigos, y
su bravo caballo picoteaba a los que estaban de pie. Ya queda libre de
invasores el patio, ya huyen los polacos, ya los cosacos se abalanzan sobre los
enemigos muertos para arrancar sus casacas adornadas de oro y los ricos
arneses. Y el amo Danilo se disponía a reunir a su gente para iniciar la
persecución, cuando… de pronto, se estremeció… Creyó ver al padre de Katerina.
Estaba ahí, sobre la loma, apuntándole con un mosquete. Danilo fustigó su
caballo hacia donde se hallaba el otro…
–¡Cosaco, estás ideando tu
perdición!
Retumba el mosquete y el
brujo desaparece detrás de la loma. Sólo el fiel Stetzko ve cómo desaparece la
vestidura roja y el extraño gorro. Pero el cosaco vacila, cae a tierra. Ya se
lanza el fiel Stetzko, para ayudar a su amo, tendido en tierra, cerrados sus
claros ojos. Pero ya Danilo ha percibido la presencia de su fiel servidor.
¡Adiós, Stetzko! Dile a Katerina que no abandone a su hijo y no lo abandonen
ustedes, mis fieles servidores –dijo, y luego calló.
Ya vuela el alma del cosaco
de su cuerpo, morados están sus labios… Duerme el cosaco y ya nadie podrá despertarlo.
Nicolai Gogol (foto)