Archivo mensual: diciembre 2018

‘La velocidad de los jardines’ de Eloy Tizón

Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante. Ciencias o letras fue la primera aduana, el paso fronterizo que separaba a los amigos como viajeros cambiando de tren con sus bultos entre la nieve y los celadores. Las aulas se disgregaban. Javier Luendo Martínez se separó de Ana Mª Cuesta y Richi Hurtado dejó de tratarse con las gemelas Estévez y Ana Mª Paz Morago abandonó a su novio y la beca, por este orden, y Christian Cruz fue expulsado de la escuela por arrojarle al profesor de Laboratorio un frasco con un feto embalsamado.

Oh sí, arrastrábamos a Platón de clase en clase y una cosa llamada hilomorfismo de alguna corriente olvidable. La revolución rusa se extendía por nuestros cuadernos y en la página sesenta y tantos el zar era fusilado entre tachones. Las causas económicas de la guerra eran complejas, no es lo que parece, si bien el impresionismo aportó a la pintura un fresco colorido y una nueva visión de la naturaleza. Mercedes Cifuentes era una alumna muy gorda que no se trataba con nadie y a aquel curso regresó fulminantemente delgada y seguía sin tratarse.

Fue una especie de hecatombe. Media clase se enamoró de Olivia Reyes, todos a la vez o por turnos, cuando entraba cada mañana aseada, apenas empolvada, era una visión crujiente y vulnerable que llegaba a hacerte daño si se te ocurría pensar en ello a medianoche. Olivia llegaba siempre tres cuartos de hora tarde y hasta que ella aparecía el temario era algo muerto, un desperdicio, el profesor divagaba sobre Bismark como si cepillase su cadáver de frac penosamente, la tiza repelía. Los pupitres se animaban con su llegada. Parecía mentira Olivia Reyes, algo tan esponjoso y aromático cuando pisaba el aula riendo, aportando la fábula de su perfil, su luz de proa, parecía mentira y hacía tanto daño.

Los primeros días de primavera contienen un aire alucinante, increíble, un olor que procede de no se sabe dónde. Este efecto es agrandado por la visión inicial de las ropas veraniegas (los abrigos ahorcados en el armario hasta otro año), las alumnas de brazos desnudos transportando en sus carpetas reinados y decapitaciones. Entrábamos a la escuela atravesando un gran patio de cemento rojo con las áreas de baloncesto delimitadas en blanco, un árbol escuchimizado nos bendecía, trotábamos por la doble escalinata apremiados por el jefe de estudio –el jefe de estudio consistía en un bigote rubio que más que nada imprecaba–, cuando el timbrazo de la hora daba el pistoletazo de salida para la carrera diaria de sabiduría y ciencia. 

Ya estábamos todos, Susana Peinado y su collar de espinillas, Marcial Escribano que repetía por tercera vez y su hermano era paracaidista, el otro que pasaba los apuntes a máquina y que no me acuerdo de cómo se llamaba, 3º B en pleno con sus bajas, los caídos en el suspenso, los desertores a ciencias, todos nosotros asistiendo a las peripecias del latín en la pizarra como en un cine de barrio, como si el latín fuese espía o terrateniente. 

Pero 3º B fue otra cosa. Además del amor y sus alteraciones hormonales, estaba el comportamiento extraño del muchacho a quien llamaban Aubi, resumen de su verdadero nombre. Le conocíamos desde básica, era vecino nuestro, habíamos comido juntos hot-dogs en Los Sótanos de la Gran Vía y después jugado en las máquinas espaciales con los ojos vendados por una apuesta. Y nada. Desembarcó en 3º B medio sonámbulo, no nos hablaba o a regañadientes y la primera semana de curso ya se había peleado a golpes en la puerta con el bizco Adriano Parra, que hay que reconocer que era un aprovechado, magullándose y cayendo sobre el capó de un auto aparcado en doble fila, primera lesión del curso.

En el test psicológico le salió introvertido. Al partido de revancha contra el San Viator ni acudió. Dejaba los controles en blanco después de haber deletreado trabajosamente sus datos en las líneas reservadas para ello y abandonaba el estupor del examen duro y altivo, saliéndose al pasillo, mientras los demás forcejeábamos con aquella cosa tremenda y a contrarreloj de causas y consecuencias. Entre unas cosas y otras 3º B se fracturaba y la señorita Cristina, que estuvo un mes de suplente y tan preparada, declaró un día que Aubi tenía un problema de crecimiento. 

El segundo trimestre se abalanzó con su caja de sorpresas. Al principio no queríamos creerlo. Natividad Serrano, una chica de segundo pero muy desarrollada, telefoneó una tarde lluviosa a Ángel Andrés Corominas para decirle que sí, que era cierto, que las gemelas Estévez se lo habían confirmado al cruzarse las tres en tutoría. Lo encontramos escandaloso y terrible, tan fuera de lugar como el entendimiento agente o la casuística aplicada. Y es que nos parecía que Olivia Reyes nos pertenecía un poco a todos, a las mañanas desvalidas de tercero de letras, con sus arcos de medio punto y sus ablativos que la risa de Olivia perfumaba, aquellas mañanas de aquel curso único que no regresaría. 

Perder a Olivia Reyes oprimía a la clase entera, lo enfocábamos de un modo personal, histórico, igual que si tantas horas de juventud pasadas frente al cine del encerado diesen al final un fruto prodigioso y ese fruto era Olivia. Saber que se iría alejando de nosotros, que ya estaba muy lejos aunque siguiese en el pupitre de enfrente y nos prestase la escuadra o el hálito de sus manos, nos dañaba tanto como la tarde en que la vimos entrar en el descapotable de un amigo trajeado, perfectamente amoldable y cariñosa, Olivia, el revuelo de su falda soleada en el aire de primavera rayado por el polen. Sucedía que su corazón pertenecía a otro. Pensábamos en aquel raro objeto, en aquel corazón de Olivia Reyes como en una habitación llena de polen.

Acababa de firmarse el Tratado de Versalles, Europa entraba en un período de relativa tranquilidad después de dejar atrás los sucesos de 1914 y la segunda evaluación, cuando el aula recibió en pleno rostro la noticia. Que la deseada Olivia Reyes se hubiese decidido entre todos por ese introvertido de Aubi, que despreciaba todas las cosas importantes, los exámenes y las revanchas, nos llenaba de confusión y pasmo. Meditábamos en ello no menos de dos veces al día, mientras Catilina hacía de las suyas y el Kaiser vociferaba. Quizá, después de todo, las muchachas empolvadas se interesaban por los introvertidos con un problema de crecimiento. Eso lo confundía todo.

En tercero se acabó la diversión, dijeron muchos. Lo que sucede es que hasta entonces nos habíamos movido entre elecciones simples. Religión o Ética. Manualidades u Hogar. Entrenar al balonmano con Agapito Huertas o ajedrez con el cojo Ladislao. Tercero de letras no estaba capacitado para afrontar aquella decisión definitiva, la muchacha más hermosa del colegio e impuntual, con media clase enamorándose de ella, todos a la vez o por turnos, Olivia Reyes detrás del intratable Aubi o sea lo peor. 

Y es que Aubi seguía sin quererla, no quería a nadie, estaba furioso con todos, se encerraba en su pupitre del fondo a ojear por la ventana los torneos de balón prisionero en el patio lateral. Asunción Ramos Ojeda, que era de ruta y se quedaba en el comedor, decía que era Olivia Reyes quien telefoneaba todas las tardes a Aubi y su madre se oponía a la relación. Se produjeron debates. Aubi era un buen chico. Aubi era un aguafiestas. Lo que pasa es que muchos os creéis que con una chica ya está.

Luego nos enteramos que sí, que el Renacimiento había enterrado la concepción medieval del universo. Fíjate si no en Galileo, qué avance. Resultaba que nada era tan sencillo, hubo que desalojar dos veces el colegio por amenaza de bomba. Los pasillos desaguaban centenares de estudiantes excitados con la idea de la bomba y los textos por el aire, las señoritas se retorcían las manos histéricamente solicitando mucha calma y sólo se veía a don Amadeo, el director, fumando con placidez en el descansillo y como al margen de todo y abstraído con su úlcera y el medio año de vida que le habían diagnosticado ayer mismo: hasta dentro de dos horas no volvemos por si acaso.

El curso fue para el recuerdo. Hasta el claustro de profesores llegó la alteración. A don Alberto le abrieron expediente los inspectores por echar de clase a un alumno sin motivo. Hubo que sujetar entre tres a don Esteban que se empeñaba en ilustrar la ley de la gravedad arrojándose él mismo por la ventana. La profesora de Inglés tuvo trillizos; dos camilleros improvisados se la llevaron a la maternidad, casi podría decirse que con la tiza entre los dedos, mientras el aula boquiabierta, con los bolígrafos suspendidos, dejaba a medio subrayar una línea de Mr. Pickwick. La luz primaveral inundaba las cajoneras y parcelaba la clase en cuadriláteros de sombra, había ese espesor humano de cuerpos reunidos lavados apresuradamente y hastío, y entonces Benito Almagro, que odiaba los matices, hizo en voz alta un comentario procaz e improcedente. 

Notamos desde el principio que aquél iba a ser un amor desventurado. La claridad de Olivia Reyes se empañaba, incluso nos gustaba menos. Hay amores que aplastan a quien los recibe. Así sucedió con Aubi del 3º B de letras, desde el momento en que Olivia tomó la decisión de reemplazarnos a todos, en el inmueble de su corazón, por el rostro silencioso de un rival introvertido. Se notaba que Aubi no sabía qué hacer con tan gran espacio reservado, reservado para él, estaba solo frente a la enorme cantidad de deseo derrochado. En absoluto comprendía el sentido de la donación de Olivia Reyes, así que salía aturdido del vestuario camino de los plintos o del reconocimiento médico. Todos en hilera ante la pantalla de rayos X y luego el christma del esternón te lo mandaban a casa. La dirección del colegio enviaba por correo los pulmones de todos los matriculados y el flaco Ibáñez estaba preocupado porque le habían dicho que si fumas se notaba. En el buzón se mezclaría el corazón de Olivia Reyes, certificado, con la propaganda de tostadoras o algo por el estilo.

Ella le telefoneaba todas las tardes a casa. A nosotros nunca nos había llamado. Era un planteamiento incorrecto. El aula contenía la respiración hasta que sonaba la sirena de salida, parecía que callados sonaría antes, salíamos en desbandada dejando a medias la lección y la bomba de Hiroshima flotando interrumpida en el limbo del horario.

Pero volvamos al aire y la luz de la primavera, que deberían ser los únicos protagonistas. Se trataba de una luz incomprensible. Siendo así que la adolescencia consiste en ese aire que no es posible explicarse. Podría escribirse en esa luz (ya que no es posible escribir sobre esa luz), conseguir que la suave carne de pomelo de esa luz quedase inscrita, en cierto modo “pensada”. Aún está por ver si se puede, si yo puedo. La luz explicaría las gafas de don Amadeo y el tirante caído de la telefonista un martes de aquel año, la luz lo explica todo. Ahora que me acuerdo hubo cierto revuelo con el romance entre Maribel Sanz y César Roldán (delegado). 

La tutora aprovechó para decirnos que los trillizos habían nacido como es debido y, después de atajar el estruendo de aplausos y silbidos, no se sabía bien si a favor de los trillizos o en contra de ellos, pasó a presentarnos al profesor suplente de Inglés. No sé qué tenía, la chaqueta cruzada o el aire concentrado y lunático. De golpe 3º B en pleno perdió interés por el idioma (“perdió el conocimiento”), todo el mundo se escapaba a la cafetería El Cairo en horas lectivas a repensar sus raros apuntes y a mirar mucho las pegatinas del vecino. Lo importante era contar con una buena nota media, una buena nota media es decisiva, a ti qué te da de nota media. 

El aula estaba prácticamente desierta, mientras el nuevo profesor de Inglés desempolvaba adverbios, nerviosísimo con el fracaso pedagógico y los pupitres vacíos. Mayo estallaba contra los ventanales, por un instante hubo un arcoíris en el reloj de pulsera de Aubi que sesteaba al fondo, la clase parpadeaba en sueños a la altura del cinturón del docente desesperado, y entonces entró Olivia Reyes.

Fue un suceso lamentable, la velocidad que lo trastocaba todo. Pero también fue una escena lenta, goteante. Primero el profesor le recriminó el retraso y después continuó echándole en cara a la palpitante Olivia Reyes la falta de interés colectiva y la indiferencia acumulada y su propia impotencia para enseñar. Después la expulsó por las buenas y le anunció que no se presentaría al examen. Era algo muy peligroso, a esas alturas del curso (el curso en que la diversión concluyó), porque una expulsión significaba la posibilidad casi segura de tener que repetir. El nuevo no sabía nada de los problemas de Olivia ni de su corazón ocupado en desalojar una imagen dañina.

Todavía flotaba en el aire el aroma aseado del cuerpo de Olivia Reyes, no había acabado de salir cuando inesperadamente Aubi se levantó y solicitó que a él también lo expulsaran. Estaba patético y tembloroso ahí de pie, con el espacio que Olivia Reyes le había dedicado y que él rechazaba, nos rechazaba a todos, pero reclamaba del nuevo profesor la expulsión, repetir curso, el fin de los estudios. Los años han difuminado la escena, cubriéndola de barnices (¿quién se dedica a embrumar nuestros recuerdos con tan mal gusto?), pero la clase conserva la disputa entre los dos, la tensión insoportable mientras Aubi, y tres o cuatro más que se le unieron, recogían sus ficheros deslomados y salían hacia el destierro y la nada. Allí terminaba su historial académico, por culpa de unos trillizos.

Más tarde los alumnos nos juntamos en El Cairo y tuvimos que relatarlo cien mil veces a los ausentes. La escena se repasó por todos lados hasta deformarla, añadiendo detalles a veces absurdos, como la versión que presentaba al profesor amenazando a Olivia con un peine. Nada une tanto a dos personas como hablar mal de una tercera. Fue la última ocasión que tuvo la clase para reconciliarse, antes de hundirse del todo en el sinsentido de la madurez, en el futuro. Resulta curioso que sólo recuerde de aquel día unos pocos fragmentos irrelevantes. Grupos de cabezas gritando. Un gran esparadrapo sobre la nuez de Adriano Parra. Las piernas de Aubi continuaban temblando mientras recibía las felicitaciones y la envidia de muchos de nosotros. Fue el mártir de los perezosos, ese día, con la cazadora brillante de insignias y las zapatillas de basket.

En el otro extremo, separada por la masa de cuerpos escolares exaltados, Olivia Reyes estrenaba unos ojos de asombro y melancolía. Lo sigo recordando. No se acercó a agradecer el gesto loco de Aubi al enfrentarse al profesor (que poco después fue trasladado a otro centro y ahí terminó el incidente: que en aquel momento nos parecía tan importante como el asesinato del archiduque en Sarajevo y el cálculo integral, pero juntos). Buscó algo en su bolso, que no encontró, y ya sin poder contenerse, vimos cómo Olivia se alejaba a otra parte con su aflicción y sus nuevos ojos de estreno arrasados por el llanto.

No he vuelto a ver a ninguno. Tercero de letras no existe. He oído decir que las gemelas Estévez trabajan de recepcionistas en una empresa de microordenadores. ¿Por qué la vida es tan chapucera? Daría cualquier cosa por saber qué ha sido de Christian Cruz o de Mercedes Cifuentes. Adónde han ido a parar tantos rostros recién levantados que vi durante un año, dónde están todos esos brazos y piernas ya antiguos que se movían en el patio de cemento rojo del colegio, braceando entre el polen. Los quiero a todos. Pensaba que me eran indiferentes o los odiaba cuando los tenía enfrente a todas horas y ahora resulta que me hacen mucha falta.

Los busco como eran entonces a la hora de pasar lista, con sus pelos duros de colonia y las caras en blanco. Aquilio Gómez, presente. Fernández Cuesta, aún no ha llegado. Un apacible rubor de estratosfera se extiende por los pasillos que quedan entre la fila de pupitres, la madera desgastada por generaciones de codos y nalgas y desánimo. Una mano reparte las hojas del examen final, dividido ingenuamente en dos grupos para intentar que se copie un poco menos. Atmósfera general de desastre y matadero. La voz de la profesora canturrea: “Para el grupo A, primera pregunta: Causas y consecuencias de…” Hay una calma expectante hasta que termina el dictado de preguntas. El examen ha comenzado. Todo adquiere otro ritmo, una velocidad diferente cuando la puerta se abre y entra en clase Olivia Reyes.

Eloy Tizón (foto)

‘Accidente’ de Naguib Mahfuz

Hablaba por el teléfono de una tienda con voz bastante alta para hacerse oír a pesar del jaleo de la ruidosa calle de Al-Geis, inclinándose hacia el fondo de la tienda para alejarse lo más posible del bullicio. Acabó con un “espérame, voy en seguida”, colgó, cogió del mostrador una cajetilla de Hollywood y pagó al dependiente los cigarrillos y la llamada. Giró, ya en la acera, para dirigirse a la calzada. Tendría unos sesenta, más o menos. Alto, enjuto. Frente y ojos abombados. Barbilla roma. En la pulimentada superficie de su calva no quedaba más que algunos hilos blancos, iguales a los que le nacían en la barba. Su aspecto evidenciaba despiste, producto quizá de la edad, o de la manera de ser, o ensimismamiento. Aparte de esto gozaba de una vitalidad exuberante: sus ojos brillaban con vivacidad y alegría; encendió un cigarrillo y le dio una profunda chupada, parecía estar más pendiente de lo que iba pensando que de lo que sucedía en la calle. Dio otra media vuelta a la derecha y marchó paralelamente a una fila de camiones aparcados junto a la acera, hasta que encontró un sitio accesible para bajar a la calzada. Sonriéndose sacudió la ceniza del cigarrillo y miró a la acera de enfrente. Estaba ya sobrepasando la parte anterior del último camión cuando sintió el impacto de un coche que se le vino encima a gran velocidad. Uno de los testigos diría después que si se hubiera echado para atrás, a pesar de que el coche venía muy de prisa, aún se habría salvado, pero que, por alguna causa –quizá el susto o un error de cálculo o el Destino– saltó hacia adelante gritando: “¡Santo Dios!”

Desde luego hay accidentes a cada momento.

La víctima dio un grito parecido a un aullido, simultáneo a los gritos de horror de la gente que había en la acera y en la plataforma del tranvía. El hombre aún se levantó y caminó por espacio de unos metros, para caer luego como un saco. El frenazo del Ford produjo un ruido gutural, convulsivo, desgarrado, y el coche resbaló por el suelo aunque las ruedas ya se habían inmovilizado. Mucha gente se precipitó hacia la víctima, como una bandada de palomas, formando una espesa muralla que iba engrosando desordenadamente.

Ni un solo movimiento agitaba el cuerpo; estaba de bruces y nadie se atrevía a tocarlo. Un pie sobre el otro y remangado el pantalón de una pierna delgada y muy peluda; había perdido un zapato. Exhalaba un silencio que contrastaba con la marea de alrededor; parecía ajeno a todo el asunto.

El conductor del Ford apoyaba su espalda en el coche con circunspección y se había puesto a hablar al grupo de curiosos que le miraban:

–La culpa no fue mía, salió de pronto por delante del camión, muy de prisa, sin mirar a la izquierda como debía…

Y como ninguno le hiciera eco siguió perorando:

–No pude evitar el atropello…

Salió del caído un quejido, como un escape de aire. Hizo un movimiento completamente inesperado que duró sólo un segundo y a continuación volvió a quedar exánime

–¡No ha muerto! ¡Vive!…

–A lo mejor se trata de una herida superficial…

–Pero ¡cómo voló por el aire, Dios mío!

–Ya lo creo; ¡que Dios le asista…!

–¿No hay sangre?

–Junto a la boca, ¡mira!

–Sin parar están ocurriendo casos así…

Llegó apresuradamente un policía, abriéndose paso a golpes a través de la muralla humana, gritando a la gente que se alejasen. Se hicieron atrás unos pasos, unos pocos pasos solamente, sin apartar los ojos del caído ni ceder en su tensión mezcla de curiosidad y pena.

Un hombre dijo:

–¿¡Le vamos a dejar que se muera ahí sin hacer nada!?

El policía le contestó preventivo:

–Si el golpe no le ha matado la Brigada de Tráfico se hará cargo de él.

El suceso afectó a aquella banda de la calzada y los coches se veían obligados a rodear la muralla humana, mientras que el tranvía, preso en sus raíles, iba abriéndose paso poco a poco entre dos filas laterales de gente que le increpaban por la molestia; algunos de los viajeros dirigían de paso miradas de interés a la víctima y luego apartaban los ojos del espectáculo con horror.

Llegó la Brigada de Tráfico tras su característica sirena creciente y decreciente. El impulso que traía dejó al coche junto al caído. El Inspector era decidido y enérgico; dio órdenes de que se despejase la multitud. Echó un vistazo al hombre y preguntó al policía:

–¿No han llegado de la Casa de Socorro?

Como la pregunta estaba de más, no hubo respuesta. Preguntó también:

–¿Hay testigos?

Se presentaron un limpiabotas, el conductor del camión y un niño que vendía kebab y que andaba por allí con su bandeja vacía. Repitieron al Inspector lo que había ocurrido a partir de cuando el desconocido estaba hablando por teléfono.

Llegó una ambulancia y sus ocupantes rodearon al accidentado. El enfermero jefe le examinó cuidadosamente puesto en cuclillas a su lado. Luego se incorporó y fue hacia el Inspector que se le anticipó diciendo:

–¿Cree necesario trasladarlo a la Casa de Socorro?

El otro contestó con voz que sonaba como la sirena de su ambulancia:

–Donde hay que llevarlo es al Hospital Damardash.

El Inspector comprendió lo que quería decir. El de la Casa de Socorro añadió:

–Me parece que la cosa ha sido muy grave.

El hombre yacía en la Sala de Urgencia del Hospital Damardash. Ya se venía encima la noche cerrada. Le estaba examinando el Médico Jefe en persona. Al acabar se volvió a su ayudante:

–Tiene una herida grave en el pulmón izquierdo, el corazón ha sido seriamente afectado.

–¿Operación?

Negó con la cabeza:

–Está muriéndose.

El pronóstico del médico era correcto: el hombre hizo un movimiento parecidísimo a un escalofrío, su pecho se agitó en una cadena de estertores, emitió un suave quejido, y quedó inmóvil. Los dos médicos habían estado observándole. El director se dirigió a su ayudante:

–Acabó…

Llegó el Inspector y el hombre seguía allí tendido con todas sus ropas puestas, excepto el zapato que se le había perdido.

El médico dijo:

–¡¿Cuándo acabarán estos accidentes?!…

El Inspector señaló al muerto:

–Las declaraciones de los testigos no están a su favor.

Se acercó a la cama:

–Espero que encontremos alguna información sobre su persona.

Y puso manos a la obra al tiempo que su ayudante extendía una hoja en una mesa preparándose a tomar nota de los efectos.

El Inspector introdujo con cuidado la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera vieja, de tamaño mediano; la registró compartimento a compartimento y dictó al ayudante:

–Cuarenta y cinco piastras en billetes. Una receta del doctor Fauzi Sulaymán…

Echó una mirada formularia a la lista de medicinas y vio que más abajo había unas líneas; sus ojos las recorrieron por inercia: “No tomar bebidas alcohólicas, huevos ni grasas: se recomienda prescindir de estimulantes, tales como café, té y chocolate”. El Inspector sonrió para sí, su médico le había hecho las mismas recomendaciones aquel mismo mes. Prosiguió su faena y sus dedos siguieron extrayendo el contenido de la cartera:

–Un breviario de azoras coránicas.

Al no encontrar nada más, comentó preocupado:

–¡No hay carnet de identidad!

Buscó en el bolsillo de fuera y en seguida dijo desilusionado:

–Tres piastras y media en calderilla.

Encontró también una cajita. Levantó la bien encajada tapa y encontró una materia extraña parecida al café molido, la olió un poco y no tardó en estornudar profundamente, volvió la tapa a su sitio y dijo con ojos llorosos todavía:

–Comprobado… rapé.

Siguió el registro:

–Un pañuelo… una cajetilla de cigarrillos Hollywood… un llavero… un reloj de pulsera…

Lo último que le encontró encima fue una hoja de cuaderno doblada, la desplegó y vio que era una carta sin sobre todavía. Tuvo esperanzas de descubrir en ella alguna pista sobre la personalidad del individuo en cuestión. Miró la firma pero sólo decía: “Tu hermano Abdallah”. Subió al encabezamiento, pero la carta estaba dirigida solamente a “Mi querido hermano que Dios guarde”. Se sintió molesto por las dificultades que encontraba y se decidió a seguir: “Mi querido hermano que Dios guarde: hoy se ha realizado 1a mayor ilusión de mi vida”. Hizo una pausa para levantar los ojos a la fecha: 20 de febrero, es decir, hoy mismo. Su mirada fue desde las líneas hasta el pálido rostro que iba tiñéndose de un azul terrible, aquel rostro impenetrable como un enigma, inanimado como una estatua ¡ese era el que acababa de ver cumplida la mayor ilusión de su vida!

El médico preguntó:

–¿Se aclara algo?

Volvió a la realidad y sonrió desdeñosamente, que era su modo de decir que nada:

“Hoy se ha realizado la mayor ilusión de mi vida” así empieza la carta.

Volvió a la lectura apartando su mirada de los ojos del médico:

“Las amargas preocupaciones han abandonado mi pecho, todas se fueron ya gracias a Dios. Amina, Bahiya y Zaynab están en sus casas y este Alí ya tiene un empleo. Cuando recuerdo el pasado sus dificultades fatigas angustia y penuria… doy gracias a Dios Bienhechor nuestra Providencia Evidente”.

Echó otra mirada furtiva al muerto, del que nadie sabía su domicilio, cuyo aislamiento, silencio y resistencia a salir del anonimato producían asombro. “¡Las dificultades, fatigas, angustia y penuria, la gran esperanza, la Providencia Evidente!”

“Después de pensarlo bien he decidido dejar el trabajo.” (Es un dato) “ya que tengo comprobado que mi salud está muy lejos de mejorar cuando estoy en la ciudad. He echado cuentas y me he encontrado sirviendo al Gobierno por tres guineas, o sea la diferencia entre el sueldo que tenía y la pensión que me queda, así que he decidido pedir la excedencia. Pronto volveré al pueblo y a la agradable tertulia en casa de Abd al-Tawwád, el jefe de Policía. Ahora todo marcha como no podía haber soñado antes”.

Dijo el Inspector mientras doblaba la carta:

–Era funcionario, por lo que se deduce de la carta: pero no hay ningún dato más sobre su persona.

El médico:

–Seguiremos los procedimientos usuales. Lo normal es que la familia aparezca en un plazo de tiempo prudencial y retire el cadáver del Depósito.

Naguib Mahfuz (foto)

‘El canario de la casa…’ de Alonso Aristizábal

Luzmila vivía de lo que pagaba uno que otro cliente que se alojaba allí. Y el de esta vez, venía con el cansancio del atardecer. Sudoroso y casi descalzo, parecía caminar por un pedazo de ilusión que le quedaba. Este preguntó algo en el café de la cuadra y le hablaron del canario de la casa de la esquina que a esa hora estaba en la ventana con sus bellos silbidos. No tuvo que llamar a la puerta. Ella también sabía que los viajeros de lejos llegan en las horas de la mañana, después de haber viajado una o varias noches largas como luego de recorrer el mundo entero. Por eso lo vio venir y se apresuró a abrirle; podía olfatear la llegada de sus huéspedes como en los hoteles más reconocidos.

–¡Buenas tardes! –dijo como sin hablar, la lengua le pesaba igual que una piedra.

–¡Voy a quedarme varios días! –agregó más insistiendo en callarse.

–¡Síga! –le respondió la mujer y lo condujo al cuarto oscuro del fondo. De paso por el corredor, Bertulfo se detuvo en la ventana a admirar el canario y lo oyó cantar igual que en un amanecer. En este instante, respiró cierto sosiego y sintió ganas de cerrar los ojos y dormirse de una vez. Descargó la maleta en la pieza, se sentó un momento en la cama y después salió al corredor para tomar lo que ya le ofrecía ella. El jugo estaba amargo, pero descendió por su esófago con la frescura de agua clara que de momento parece cambiarnos la vida. El canario cantaba de nuevo, quizá llamándolo; su eco giraba por los rincones de la casa y se iba afuera por la enrejada ventana de vidrio. Entonces miró hacia el balcón donde permanecía la jaula y la dueña lo condujo hacia allá con el propósito de seguirle mostrando la casa. Ahora él sonreía tratando de que el canario le picoteara el dedo para verificar su familiaridad, tenía la sensación de ver un animal como de ensueño que siempre había estado en muchos momentos de su vida. Desde allí se dominaba el aire de la mañana, y deseó que en adelante su vida fuera así, a través de esa reja, llena de tranquilidad, como después de los deberes del día, para no rodar más que había sido el hecho común para él hasta entonces.

–¿Le gusta? –interrogó Luzmila para concluir apartándose y permitirle ver el panorama completo de la casa y de la calle en cuyo final se divisaban dos árboles de grueso tronco y de cerrado follaje de donde venía en torrentes la noche. Allí se quedó casi delirando hasta cuando llegó la hora de acostarse.

A la ventana con la jaula del canario de por medio, debió volver a la tarde siguiente y durante muchas tardes más, desesperado de aguardar muchas mañanas tras las puertas el sí de un trabajo. Agotado de andar y escuchar voces despectivas, con la pesadumbre en los hombros, se quedaba de pie chupándose los dientes y rascándose la cabeza. No se apartaba de aquel sitio para no perder de vista la calle entre la niebla y los árboles y dejar que la música del canario dulcificara sus horas.

–¡Acuéstese para que descanse, usted se va a dormir ahí parado! -decía ella desde el corredor al verlo en medio de cabeceos de sonámbulo. Luzmila sentía lástima por él, aunque se cuidara de expresarle tales sentimientos. El mismo día que le pareció desesperanzado como detenido ante una puerta sorda, quiso ayudarlo. Una semana después pensó además que convendría darle un vestido nuevo para que no se presentara tan mal trajeado a pedir empleo. Caviló varias veces y al fin entre un insomnio se dijo como gritándoselo:

–¡Le doy para que se compre un vestido y me paga doscientos semanales!

–¡Bueno, pero cuando me coloque! –respondió desvariando.

–El día que consiga puesto también voy a ofrecerle dinero por el canario.

–¡Veo que le ha cogido cariño al pájaro!

–Me da para el alpiste y haga de cuenta que es suyo.

Llevaba tres meses husmeando la ciudad entera y enfrentando cada calle en un combate de todas sus fuerzas; ya se conocía los mayores recovecos, decía, y tampoco se alejaba de la ventana porque ya era una forma de consuelo. Se trataba del único lugar que había para él en el mundo. Ante esto, la mujer recurrió a un antiguo cliente para que le ayudara con su recomendación en un banco. Y ella debió ratificar por escrito que lo conocía hace mucho para que le dieran el trabajo de cajero. A los pocos días lo llamaron a trabajar. Luzmila celebró con mucha alegría el hecho, y el canario hizo lo mismo, porque esa vez en forma extraña este cantó hasta muy entrada la noche como haciendo parte de una fiesta interminable.

–Pásese a dormir a la sala –insinuó ella– que esa pieza es fría y nunca la veo limpia, no sé, usted se da cuenta cómo la arreglo constantemente y no se acaba el polvero-. Así Bertulfo dedujo que la tendría más cerca y que también era el propósito de ella. Y que además estaría al lado del canario y lo sentiría cantar desde la madrugada.

–¡Claro que yo lo dejo en esa alcoba mientras se maneje bien! ¡Pagan tan mal los hombres!

Él empezaba a estudiarla con sus ojos mustios y penetrantes. A cualquier momento, los rostros de ambos se encontraron como a través del tiempo, entre una dicha perdida por ambos igual que en la baraja de las cartas. El hombre ignoraba que hubiera tanta soledad en el alma de ella. Luzmila durante una noche, no hizo más que hablar de tristezas, de un marido muerto muchos años atrás y de una hija que se le había largado no sabía para dónde. En los días posteriores, se quejaba él, que no hablaría de su pasado para no amargarla más ni remover sus propias heridas; que había sufrido mucho, que ahora estaba aburrido en el banco, que se fatigaba demasiado, que con ese trabajo de cajero las manos se le encalambraban y le pesaban igual que pezuñas de res y uno parece un animal raro metido dentro una jaula, que la responsabilidad es mucha, y tengo que pagar cinco centavos que se me pierdan porque me dieron menos o entregué más de la cuenta.

–¡No se preocupe, mijo, con el tiempo se irá encarrilando!

Sin embargo, él insistió en las historias de su cansancio y miedo en el trabajo.

–Hay días que no soporto y me dan mareos y no hay quien me remplace para ir al médico, y ni siquiera puedo ir al baño y las ganas de orinar son muchas. Por momentos siento pánico, creo que ya vienen a atracarme o no falta quien venga con propuestas extrañas, y yo no soy ladrón. Al que antes estaba ahí lo metieron a la cárcel porque se dejó robar una millonada y dijeron que él se la había llevado en complicidad con un celador, y que la tenía enterrada para cuando saliera libre.

–¡Cómo, tan lindo, quiere descansar, tan débil el pobre!

–¡Pero yo aquí no tolero vagos! –gritó ella de un estallido. El no pudo decirle nada más allá de su repentina mirada del rencor que le iba a durar años.

–¡Ya me suponía que usted no es sino un sinvergüenza!

–No se preocupe que muy pronto me voy de esta casa, yo vine aquí de paso.

–¡Sí, es que yo soy una cualquiera y ahora me puede dejar tirada! –Pero Bertulfo callaba ante la voz enfurecida de ese y los días que siguieron. Era de noche y él se iba al café de la cuadra a quitarse la amargura que lo perseguía semejante a un perro. Sentía odio y ganas de matarla. El hombre de allá lo veía llegar y lo miraba con intenciones de hablarle. Él se tomaba unas cuantas cervezas y volvía a la puerta de la casa. Luzmila lo esperaba alegando en la ventana y Bertulfo quería subir para hacerla callar.

–¡Lo que he hecho con usted ni con mi hija lo hice!!Qué remordimiento!

–Fíjese que ni siquiera he querido recibir en este tiempo a nadie más para que estemos los dos solos.

–¿Vieja bruja, cuándo se va a callar? ¡Deje esa puta habladera! ¡Veremos que me largo para que no me joda más! -Él se marchaba de nuevo a la cantina y después de medianoche regresaba arañando las paredes para sostenerse. Luzmila lloraba con la almohada sobre la cara para no verlo. Estas escenas se repitieron por muchos días y semanas cuando venía borracho de un bar próximo al banco; y el canario oprimido saltaba dentro de la jaula y sus patas golpeaban con furia la base de lata cuadrada y que salía en puntas por los cuatro costados de alambre.

–¡Después de joderse uno el día entero es la única manera de seguir viviendo!

–Pero no me ha dado lo del mes y le dije que no lo pienso sostener porque en ninguna parte dan comida y dormida gratis.

–¡Mañana le traigo plata!

–Sinvergüenza, siempre es así, que mañana, que pasado mañana, que no pudo, se le olvidó, que le dé un placito, voy a hablar con su jefe para que me pague.

–No ha vuelto a traer alpiste para el canario y el animalito se va a morir.

–Mañana seguro que sí y me largo para que no me joda más. Pero se va a callar si no quiere que la mate porque esa puta habladera no la resiste nadie.

Bastó que llegara una tarde cabizbajo sin tufo de cerveza para que ella supiera que lo habían echado del trabajo. Los ojos de la mujer se encendieron en candeladas. Y Bertulfo debió llegar temblando hasta la ventana de vidrio; el canario cantaba alarmado con el estruendo de los objetos que ella lanzaba entre los berridos. Las puertas se abrían y cerraban huracanadas; las sillas y escobas se buscaban por el suelo en la convulsión de la tormenta.

–¿Vieja bruja, cuándo se va a callar? Un día de estos la voy a matar y me largo.

–Hace días usted está amenazando con matarme, pues hágalo de una vez -dijo Luzmila blandiendo un cuchillo. El calló abatido por esa imagen siniestra empuñando el arma.

–¡Ahora váyase al café a beber y a insultarme y verá!- vociferó ella sobre la espalda de él que corría escalas abajo hacia la calle. Después, él bebió tres días seguidos en el café.

–Tiene problemas, amigo –le dijo el cantinero mirándolo con ojos auscultadores. Y él sentía vergüenza de que el otro supiera su historia y que sus ojos y su cara lo estuvieran denunciando. Ella lo esperó a través de cada momento llorando y sin alejarse de la ventana. Al fin lo vio regresar arrastrándose por el suelo y agarrándose de las paredes como el que se va a hundir en el mar de la tierra, abrió la puerta y su vieja maleta rodando por las escalas fue a encontrarlo de frente. Y la ropa que la mujer no alcanzó a echar en aquel desvencijado envoltorio de cuero, caía desde el cielo hasta el abismo de la cabeza de él y le cercaba la mirada y los pasos. Entonces él no supo qué hacer y se sentó a esperar que el torrencial de trapos terminara. Era como si los trapos viejos fueran sus vísceras volando por el aire. Luego insistió en llegar hasta su cuarto para descansar. Pero ella lo detuvo esgrimiendo el cuchillo con el ímpetu de la decisión feroz. Quiso huir de inmediato. Sin embargo, no pudo y le dio la espalda a ella y se tendió en el piso con su gruesa y cansada respiración. El pájaro cantaba otra vez muy alarmado. En ese zaguán estuvo dormitando el hombre la tarde larga y desolada con los aullidos del canario que no dejaba de escuchar.

A la llegada de la noche, se puso de pie pesadamente. En la casa había silencio. Luzmila se refugió quizá en la cocina o en el oscuro cuarto del fondo. Pero él pensó en el ave y no sentía ahora sus aletazos y saltos sobre el cinc. Tanteando los secretos chirridos de las escalas, subió en su busca; se lo llevaría. No necesitaba sino llegar hasta la ventana, descolgar la jaula y salir corriendo. Temblaba porque los crujidos de la madera del piso lo iban a denunciar y esa mujer lo iba matar. Coronó aquel tortuoso camino con gran vacío en el pecho y se vio en medio del corredor desierto. La jaula estaba sin el pájaro y entonces se sintió más huérfano y abandonado que nunca. Pensó que ella había adivinado sus intenciones y lo sacó para otra jaula. Muy cansado y sin importarle que Luzmila volviera sobre él, caminó como hacia el pasado. Se marchó despacio. En el café, el cantinero lo sorprendió inclinado por el peso de la maleta y le dijo:

–Se va Bertulfo, ¿qué le pasó?

–Hacía días quería decirle que esa mujer le da fuete a los hombres que se le atraviesen. ¡La llaman la castigadora! El año pasado echó un marido a garrote…

–¡Es una fiera! –Las palabras resonaron en los oídos de él y lo llevaron hacia la calle. El mundo corría muy lejos y él comenzó a aumentar el paso como huyendo con las pocas fuerzas que le quedaban. Llevaba la esperanza de encontrar al menos un nuevo camino con el pájaro cantando. Flotaba en su mente el plumaje del canario y lo oía brincar dentro de su pecho. Escucha que el ave lo llama desde el porvenir, allá siempre lo ha esperado para irse juntos en busca de algún lugar en el mundo. A muchos kilómetros de distancia estará solo a través de los años yendo de lugar en lugar por todos los senderos del mundo. Era de noche y comenzaban las otras noches de sus viajes largos en busca de una mañana para la llegada a algún lugar.

Alonso Aristizábal (foto) (Título completo “El canario de la casa de la esquina”)

Alexis; Vidal; Viña; Cristián; de Moras

–¿Quién entiende a los comentaristas deportivos? Hablan y hablan de la necesidad de un “recambio” en la Selección de Chile que, seamos sinceros, está vieja. Pero cuando el técnico empieza a cambiar las cosas, ponen el grito en el cielo, y preguntan: ¿No va a convocar a Jorge Valdivia? ¿No va a convocar a Matías Fernández? ¿No va a convocar a Jean Beausejour? ¿No va a convocar a Marcelo Díaz? No va a convocar a… ¡todos los que hay que cambiar!

–De Jorge Valdivia hemos dicho, desde el histórico ‘Bautizazo’, que es un curadito, endiosado por algunos comentaristas deportivos. Lo repetimos cuando aterrizó en Colo Colo, donde nos pareció que no iba a hacer nada importante, como en efecto ocurrió. Tanto, que él mismo sintió que debía ponerse a dieta, dejar el alcohol y hacer ejercicio. Qué bueno que cuide su salud, aunque no estamos seguros de que sea un aporte para la Selección de Chile. Si lo incluyen.

–En la situación de Alexis Sánchez cabe el dicho de “quien mucho abarca, poco aprieta”. Apuntó bastante alto: Mayte Rodríguez y el Manchester United. Lamentablemente, poco apretó. Ir paso a paso, pareciera ser el aprendizaje.

–Arturo Vidal, en cambio, tiene el ángel de la guarda más trabajador y efectivo. Todo le sale bien. Protagonizó el ‘Bautizazo’ pero es al único que no se lo nombra; en plena competencia internacional se estrelló conduciendo curado y no le pasó nada disciplinariamente; etcétera. Ahora último, lo dieron de baja en el Bayern Munich y cayó parado en Barcelona. Es tiempo de que Arturo (me niego a decirle “rey”) ayude un poco a su sufrido ángel de la guarda: que deje de beber y de fumar, que ya tiene mala fama entre los niños.

–Lo mejor de que Chilevisión no sea “el canal oficial” del Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar, es que no veremos más a Julio César Rodríguez con sus miradas lascivas y sus comentarios morbosos, con esa voz babosa. Ya no tiene que negar, contra las dos o tres horas de video de su última gala, que manoseó a todas las mujeres de la alfombra roja y les clavó la mirada morbosa entre los senos y el derriere.

–Dicen que sale Francisca García-Huidobro, la pareja de Julio César Rodríguez, de Chilevisión y llega al Canal 13. ¿Qué gana Canal 13? ¿Qué pierde Chilevisión?

–Ya salió del matinal de Chilevisión Carolina de Moras (foto). Una gran pérdida a expensas de Rafael Araneda, según dicen. Aportaba más Carolina que Araneda al programa. En realidad, Rafael Araneda es poco lo que aporta. Empaquetado, sin vocabulario para narrar, se cree el sucesor de Don Francisco, pero eso ocurre solo en su cabeza y en la de su esposa Marcela Vacarezza. Una gran pérdida para Chilevisión la salida de Carolina de Moras, sobre quien se han ensañado desde hace varios años, y ella ha resistido valientemente, desde cuando murió Felipe Camiroaga y ella se echó al hombro el matinal de Tvn.

–Cada día es menor el aporte de Cristian Sánchez al matinal de Tvn. Se le ve ausente, como que no le importa mucho lo que esté pasando, como que está ahí por cumplir, como que no quiere estar ahí pero por la plata baila el perro. En cambio, es líder en el programa Nexo, de Espn-2. Ahí se lo ve locuaz, proactivo, juguetón, bailador, saltarín, entrevistador, reidor, pensador, animador. Se multiplica. Se le ve feliz. Parece hecho para ese programa. Pero no para conducir el matinal del canal Tvn.

‘En verdad os digo’ de Juan José Arreola

Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus.

Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos.

Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica.

La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios.

En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.

Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a velocidad ultracósmica.

En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovecháramos ese hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de segundo.

Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.

En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no titubean en llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible traslado.

En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar dinero en indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega.

El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años, sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no está de más señalar la edad provecta del sabio Niklaus.

Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal, el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en ráfagas electrónicas.

Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.

JuanJosé Arreola (foto)

‘El péndulo’ de O. Henry

–Calle Ochenta y Uno… Dejen bajar, por favor –gritó el pastor de azul.

Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.

John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.

Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.

Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato de quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón… y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.

John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:

–Bueno… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?

–Creo que le haré una visita al café de MacCloskey –contestaría él–. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.

En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.

Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.

En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas… Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.

Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:

Querido John:

Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.

Presurosamente,

KATY

Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.

Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorita yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.

John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.

John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.

No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se había relajado. Katy no estaba.

John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privado de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado… u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?

“Me porto con Katy de una manera pérfida –meditó Perkins–. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento”.

Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que hacía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.

Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?

La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.

–¡Caramba! –dijo Katy–. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.

Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.

John Perkins miró su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.

–Vamos… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? –preguntó Katy, con tono quejumbroso.

–Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos –dijo John.

O. Henry (foto)

‘Fiesta de disfraces’ de Woody Allen

Les voy acontar una historia que les parecerá increíble. Una vez cacé un alce. Me fui de cacería a los bosques de Nueva York y cacé un alce.

Así que lo aseguré sobre el parachoques de mi automóvil y emprendí el regreso a casa por la carretera oeste. Pero lo que yo no sabía era que la bala no le había penetrado en la cabeza; sólo le había rozado el cráneo y lo había dejado inconsciente.

Justo cuando estaba cruzando el túnel el alce se despertó. Así que estaba conduciendo con un alce vivo en el parachoques, y el alce hizo señal de girar. Y en el estado de New York hay una ley que prohíbe llevar un alce vivo en el parachoques los martes, jueves y sábados. Me entró un miedo tremendo…

Dieron las doce de la noche y empezaron a repartir los premios a los mejores disfraces. El primer premio fue para los Berkowitz, un matrimonio disfrazado de alce. El alce quedó segundo. ¡Eso le sentó fatal! El alce y los Berkowitz cruzaron sus astas en la sala de estar y quedaron todos inconscientes. Yo me dije: Ésta es la mía. Me llevé al alce, lo até sobre el parachoques y salí rápidamente hacia el bosque. Pero… me había llevado a los Berkowitz. Así que estaba conduciendo con una pareja de judíos en el parachoques. Y en el estado de Nueva York hay una ley que los martes, los jueves y muy especialmente los sábados…

A la mañana siguiente, los Berkowitz despertaron en medio del bosque disfrazados de alce. Al señor Berkowitz lo cazaron, lo disecaron y lo colocaron como trofeo en el Jockey club de Nueva York. Pero les salió el tiro por la culata, porque es un club en donde no se admiten judíos.

Regreso solo a casa. Son las dos de la madrugada y la oscuridad es total. En la mitad del vestíbulo de mi edificio me encuentro con un hombre de Neanderthal. Con el arco superciliar y los nudillos velludos. Creo que aprendió a andar erguido aquella misma mañana. Había acudido a mi domicilio en busca del secreto del fuego. Un morador de los árboles a las dos de la mañana en mi vestíbulo.

Me quité el reloj y lo hice pendular ante sus ojos: los objetos brillantes los apaciguan. Se lo comió. Se me acercó y comenzó un zapateado sobre mi tráquea. Rápidamente, recurrí a un viejo truco de los indios navajos que consiste en suplicar y chillar.

WoodyAllen (foto)

‘Vudú’ de Enrique Anderson Imbert

Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola mandó llamar al Brujo. Solo ella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla Barbuda, pudo haber conseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua para visitarla. Lo hizo pasar a la habitación y le explicó:

–Hace meses que no veo a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, con otra mujer. Quiero que muera.

–¿Estas segura que anda lejos?

–Sí.

–¿Y lo que quieres es matarlo desde aquí, por lejos que esté?

–Sí.

Sacó el brujo un pedazo de cera, modeló un muñeco que representaba a Bondó y por el ojo le clavó un alfiler.

Se oyó, en la habitación, un rugido de dolor. Era Bondó, a quien esa tarde habían soltado de la cárcel y acababa de entrar. Dio un paso, con las manos sobre el ojo reventando, y cayó muerto a los pies de Diansola.

–¡Me dijiste que estaba lejos! –Protestó el Brujo; y mascullando un insulto amargo como semilla, huyó del rancho.

El camino, que a la ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a la ida había sido del sol, ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habían murmurado a su espalda, ahora le hablaban de frente; y la semilla de insulto que al salir del rancho se había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era un árbol sonoro:

–¡Estúpida, más que estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí no más estaba. Para matarlo de tan cerca no se necesitaba de mi Poder. Cualquier negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!, me has hecho invocar al Poder en vano. A lo mejor, por tu culpa, el Poder se me ha estropeado y ya no me sirve más.

Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás –una legua de noche–, encendió la vela, modeló con cera una muñeca que representaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.

Enrique Anderson Imbert (foto)

‘Gabriela clavo y canela’ de Jorge Amado

(Fragmento de cómo el turco Nacib contrató una cocinera o de los complicados caminos del amor)

Dejó atrás la feria donde las barracas estaban siendo desmontadas, y las mercaderías recogidas. Atravesó por entre los edificios del ferrocarril. Antes de comenzar el Morro Da Conquista estaba el mercado de los esclavos. Alguien, hacía mucho tiempo, había llamado así al lugar donde los “retirantes” acostumbraban a acampar, en espera de trabajo. El nombre había pegado y ya nadie lo llamaba de otra manera. Allí se amontonaban los del “sertao” huidos de la sequía, los más pobres de cuantos abandonaban sus casas y sus tierras ante el llamado del cacao.

Los terratenientes examinaban el grupo recién llegado con el látigo golpeando sus botas. Los del “sertao” gozaban de fama de buenos trabajadores. Hombres y mujeres, agotados y famélicos, esperaban. Veían la distante feria en la que había de todo, y una esperanza les llenaba el corazón. Habían conseguido vencer los caminos, la “caatinga”, el hambre y las cobras, las enfermedades endémicas, el cansancio. Habían alcanzado la tierra pródiga, los días de miseria parecían terminados. Oían contar historias espantosas, de muerte y violencia, pero conocían el precio cada vez más alto del cacao, sabían de hombres llegados como ellos del “sertao” en agonía, y que ahora andaban con botas lustrosas, empuñando látigos de cabo de plata. Dueños de plantaciones de cacao.

En la feria había estallado una riña, la gente corría, una navaja brillaba a los últimos rayos del sol, los gritos llegaban hasta ahí. Todos los fines de feria eran así, con borrachos y barullos. De entre los del “sertao” se escapaban los sonidos melodiosos de un acordeón, y una voz de mujer cantaba tonadas.

El “coronel” Melk Tavares hizo una señal al ejecutante del acordeón, y el instrumento calló.

–¿Casado?

–No, señor.

–¿Quieres trabajar para mí?

Un buen acordeonista nunca está de más en una hacienda. Alegra las fiestas.

Decían de él que sabía elegir como nadie hombres buenos para el trabajo. Sus haciendas quedaban en Cachoeira do Sul, y las grandes canoas estaban esperando al lado del puente del ferrocarril.

–¿De agregado o de contratado?

–A elección. Tengo unas tierras nuevas, necesito contratados.

Los del “sertao” preferían contratos, el plantío del cacao nuevo, la posibilidad de ganar dinero por su cuenta y riesgo.

–Sí, señor.

Melk avistaba a Nacib y bromeaba:

–¿Ya tiene plantación, Nacib, que viene a contratar gente?

–¿Quién soy yo, “coronel”?… Busco cocinera, la mía se fue ayer…

–¿Y qué me dice de lo sucedido a Jesuíno?

–Así es.

–Una cosa así, de repente. Ya llevé mi abrazo a la casa de Amancio. Hoy mismo subo para la hacienda para llevar estos hombres. Con el sol, vamos a tener una zafra importante –y mostraba a los hombres escogidos, agrupados a su lado–. Estos del “sertao” son buenos para el trabajo. No es como esa gente de aquí que no quieren saber nada de trabajo pesado; lo que les gusta es andar vagabundeando por la ciudad.

Otros terratenientes recorrían los grupos.

Melk continuaba:

–El del “sertao” no mide el trabajo, lo que quiere es ganar dinero. A las cinco de la mañana ya están en las plantaciones y sólo largan la herramienta después que se pone el sol. Teniendo garbanzos y carne seca, café y trago, están contentos. Para mí, no hay trabajador que valga los que éstos del “sertao” –afirmaba, como autoridad en la materia.

Nacib examinaba los hombres contratados por el “coronel”, aprobando la elección. Envidiaba al otro, dueño de tierras, bien plantado en sus botas, seleccionando hombres para los cultivos. En cuanto a él, lo que buscaba era apenas una mujer, no muy joven, seria, capaz de asegurarle la limpieza de su pequeña casa, el lavado de la ropa, la comida para él, las bandejas para el bar. En eso había estado el día entero, andando de un lado para otro.

–Cocinera, por aquí es un problema… –decía Melk.

Instintivamente, Nacib buscaba entre las del “sertao” alguna que se pareciera a Filomena, más o menos de su edad, con su aspecto rezongón. El “coronel” Melk le estrechaba la mano porque ya le esperaban las canoas cargadas:

–Jesuíno se portó como debía. Hombre de honor…

También Nacib vendía sus novedades:

–Parece que viene un ingeniero para estudiar la bahía.

–Así oí decir. Tiempo perdido, porque esa bahía no tiene arreglo.

Nacib fue caminando entre los del “sertao”. Viejos y muchachos le lanzaban miradas esperanzadas. Pocas mujeres, casi todas con hijos agarrados a las faldas. Por fin reparó en una que aparentaba unos robustos cincuenta años, grandota, sin marido:

–Se quedó por el camino, don…

–¿Sabe cocinar?

–Para la mesa ajena, no.

Dios mío, ¿dónde encontrar cocinera? No podía continuar pagándoles una fortuna a las hermanas Dos Reis. Y casualmente en día de mucho movimiento, hoy asesinatos, mañana entierros… Y para peor, obligado a tragar el almuerzo y la cena del Hotel Coelho, una porquería de comida, sin gusto. Lo ideal sería encargar una cocinera a Aracajú, pagarle el pasaje. Paró ante una vieja, pero no tanto que ciertamente tuviera tiempo de morir al llegar a su casa. Doblábase sobre un bastón, ¿cómo habría conseguido atravesar tanto camino hasta llegar a Ilhéus? Daba pena verla, vieja y reseca, pareciendo un despojo humano. Había tanta desgracia en el mundo…

Fue cuando surgió otra mujer, vestida con harapos miserables, cubierta de tanta suciedad que era imposible verle las facciones y calcularle la edad, con los cabellos desgreñados, inmundos de tierra, y los pies descalzos. Traía una vasija con agua, que dejó en las manos trémulas de la vieja, que sorbió con ansias.

–Dios le pague…

–No hay de qué, abuela… –era la voz de una joven, tal vez la misma que cantaba “mondinhas” cuando llegara Nacib.

Gabriela, adormecida, introdujo la llave en la cerradura, resoplando por la subida; la sala estaba iluminada. ¿Habrían entrado ladrones? ¿O tal vez la nueva cocinera habría olvidado apagar la luz? Entró despacito y la vio dormida sobre una silla, con los largos cabellos esparcidos sobre los hombros. Después de lavados y peinados se habían transformado en una cabellera suelta, negra, acaracolada. Vestía harapos pero limpios, seguramente los que traía en su atadito. Un desgarrón en la falda dejaba ver un pedazo de muslo color canela, los senos subían y bajaban levemente al ritmo del sueño, el rostro sonreía.

–¡Mi Dios! –Nacib se quedó parado, sin poder creer. La miraba con un espanto sin límites; ¿cómo se había escondido tanta belleza bajo el polvo de los caminos? (…)

Jorge Amado (foto)