‘Trato hecho’ de Ignacio Ferrando Pérez

ignacio ferrando perez(Con este relato el español Ignacio Ferrando Pérez ganó en 2007 el premio Juan Rulfo de cuento)

Cuando Brooks entró en la celda el otro ya estaba allí. Sentado al fondo en el jergón cabeceaba hacia delante y hacia atrás, maldiciendo y murmurando algo que solo él entendía o quería entender, ignorándole por completo. Los guardias habían registrado a Brooks de arriba abajo y le habían ordenado que se quitase la corbata y los cordones, más vale prevenir, le habían dicho, nunca se sabe. Menos mal que Matteotti era un abogado competente y conocía bien al alcaide y sabía cómo agradarle, cómo convencerle. Solo de este modo había conseguido que al menos le dejaran conservar el traje, la pitillera y lo puesto, que hicieran la vista gorda. Brooks colgó su chaqueta sobre la litera vacía y se desabotonó parte de la camisa. Hacía calor allí dentro. La puerta de la celda se cerró a su espalda con un golpe seco, dejándoles por primera vez a solas. Su compañero de celda seguía sin levantar la cabeza, muy amistoso no parece, se dijo Brooks. Así que se olvidó de él y apoyó la bolsa en la cama y se dedicó unos segundos a observar la celda. No era tan fea como se la habían pintado o como él mismo la había imaginado. Una cama a cada lado, un lavabo de aluminio al centro, un espejo para el aseo diario y a dos metros del suelo, casi inalcanzable, una ventanita embarrotada que proyectaba un rectángulo de luz exterior. Brooks dudó un instante. Luego se levantó hacia el recluso con la mano tendida, me llamo John Brooks, le dijo, me parece que estaremos una temporadita juntos. No quiso ser gracioso ni familiar, tampoco parecerlo. El otro apenas si separó la vista unos centímetros de su antebrazo para mirarle de soslayo, con ese desinterés con que los veteranos desprecian a los recién llegados, a los que todavía no saben. Menos mal, pensó Brooks, que sólo serán dos meses, tres como mucho.

Matteotti era un abogado lento pero honesto y competente y la recusación llevaba sus trámites y sus papeleos, le había dicho. Cuando la tarde anterior el juez leyó la sentencia y él escuchó su nombre y su condena lenta, muy lentamente, en los labios del letrado, Matteotti le susurró al oído, no se preocupe, es normal, cuando la gente se cabrea y hay periodistas pasan estas cosas, un escarmiento, una fianza y listo, saldrá sin problemas en unas semanas, casi mucho mejor. A pesar de ello, cuando salieron de la sala, Brooks se enfadó mucho con su abogado y aunque Sonia estaba delante, le insultó y le llamó ‘pusilánime’, cómo es posible, le preguntó, cómo es posible después de todo el dinero que te he aflojado, eres un jodido pusilánime. En el fondo Brooks solo necesitaba desahogarse y Matteotti lo supo de inmediato, al fin y al cabo, era una reacción normal, tranquilícese, le dijo, sólo serán tres meses y la ley es la ley. Dentro de la celda olía a cerrado, a retrete y tierra removida. Brooks fue a sentarse y escuchó el crujido de los muelles y dos o tres espirales clavándosele en el cuerpo. El otro recluso pareció despertar del letargo y le miró fijo a los ojos. Brooks aprovechó para repetir su nombre y preguntarle por qué estaba allí dentro, cuál era su delito. No le importaba lo más mínimo, la verdad, pero sabía que era un modo como otro cualquiera de romper el hielo, la frontera de silencio que separa a los desconocidos. El otro, sin embargo, no le respondió. Brooks nunca había tenido problemas para relacionarse con los demás, al menos con los demás que no estuvieran locos. A veces solo era una cuestión de tiempo, de granjearse poco a poco su amistad, pero al final, estaba demostrado, era un hombre que caía bien, que conseguía acercase a quien se proponía e inspiraba cierta confianza. Quizá por eso los del comité de la empresa no tardaron en nombrarle administrador y tuvo acceso a las nóminas de la fábrica y a las cuentas del banco. La honestidad, claro, siempre se da por sentada de antemano. Pero caer, siempre había caído bien. El truco estaba en ponerse en la piel del otro, en saber cuáles eran exactamente sus preocupaciones. Brooks había comprobado en la fábrica que cualquier hombre es feliz hablando de sus problemas, vertiendo todo su estiércol y su mierda en el otro. Y lo que menos importa, se decía, es si tu interlocutor te escucha o si lo que le cuentas le importa un pimiento. El hombre está muy solo y Brooks se limitaba a trabajar con la soledad de los demás, a conformarla y aprovecharse de sus desventajas, estaba muy por encima. Para romper el silencio e intimar con su nuevo compañero, Brooks empezó a hablar como si le conociera de toda la vida, vaya lugar este ¿verdad?, cosas triviales, ese olor a cañería resulta inaguantable, deberíamos quejarnos. Y al rato, cuando ya no esperaba nada y se había cansado de ponerse en la piel de otro y decir tontería tras tontería, su nuevo compañero respondió:

–Por asesinato, estoy aquí encerrado por asesinar a mi mujer.

Brooks se sintió impresionado. Se incorporó apenas, apoyado en el codo, sorprendido por la confesión. Nunca había conocido a un asesino. Ni siquiera había estado cerca de alguno. Y la verdad, ahora que lo estaba, no le gustaba la sensación. Porque alguien que asesina a su mujer solo puede ser un hombre débil, pensó, alguien incapaz de sobreponerse a sus instintos más primitivos. Y lo que es peor, un tipo que ha matado una vez, puede hacerlo más. Brooks llevaba años aprendiendo a dominar su ira, a no caer en la tentación de discutir con Sonia cuando ella le provocaba o cuando algún empleado se quejaba por el recuento de las horas extras. Brooks se jactaba con cierta ironía de ser solo un animal en el retrete y entre las piernas de una mujer, y ahí, decía, no me queda más remedio. No hacía falta que aquel desgraciado se lo contara. Sin conocer los detalles estaba casi seguro de lo que podía haber pasado –un regreso inesperado a casa, dos bultos apenas moviéndose bajo la colcha, un ataque de cólera y un arma de fuego inoportuna demasiado cerca, demasiado a mano–. Casi le pareció ridículo preguntarle por qué lo había hecho o cómo había sucedido o cualquiera de esas cosas que se preguntan los presos que se jactan, como si fueran condecoraciones, de cada uno de sus delitos. De hecho, Brooks se descubrió pensando que no deseaba saber y que averiguarlo no le traería nada bueno. Él jamás hubiera matado a Sonia, aunque la encontrase con otro, aunque hiciera lo que hiciera. Porque Sonia tenía sus cosas pero nunca, jamás, hubiera merecido morir por algo tan absurdo como la propia debilidad, como el instinto que uno es incapaz de reprimir. Miró al preso y se avergonzó de pensar en ella de ese modo.

Al cerrar los ojos, como intentando apartar esos pensamientos de él, la vio así por primera vez. Fue un segundo, una instantánea que luego desapareció. Lo suficientemente breve como para que viera el cuerpo desnudo de Sonia entre las sábanas, cubierto completamente de sangre, como si un proyectil le hubiera explotado desde dentro y sus vísceras se hubieran derramado sobre el vientre como una flor roja hacia los costados y la cintura. Abrió los ojos y los abrió bien y el otro ya estaba allí, observándole fijamente, a pocos centímetros.

–Bonita chaqueta –le dijo.

Brooks dudó un segundo antes de responder. Se la había comprado Sonia la semana pasada para el juicio. Había sido fácil porque a Brooks solo le gustaban las chaquetas de un color, gris como marengo sin llegar a serlo, con las listas finas, terminadas en los bajos, marca Sheridans, con las costuras trabadas y los bolsillos del interior bien amplios. Eran bastante caras, pero desde que le habían nombrado administrador en la fábrica, el dinero era lo de menos. Sonia había elegido la talla y el envoltorio y se la había regalado cuando todavía pensaban que Brooks, a pesar de todo, se libraría. Le había sonreído al darle el paquete, como siempre, tocándole la mano al hacerlo. Pero a pesar de ello su sonrisa ya no era igual, ya no era la misma. A Brooks no le costaba ver las diferencias. Ninguno de los dos era el mismo desde aquella conversación hace tres meses, antes de que empezaran las investigaciones y las auditorias. Ella le llamó para decirle que por fin no tendría el hijo, que había cambiado de opinión, que prefería abortar y que al final iba a ser lo mejor, ‘tienes razón, no estamos preparados todavía’. Él estaba en ese momento en el aeropuerto y a través de la cristalera, un boeing 747 con muchas ventanas y una gran raya roja sobre el fuselaje, despegaba el morro del suelo y se elevaba de la pista y él, por fin, se sintió aliviado, sin la responsabilidad de aquel embarazo y trató de calmarla, de hacerle ver que en el fondo, era lo mejor, que ya tendrían hijos más adelante, que ya habría una oportunidad para todo. No es que yo no quiera tenerlo, le respondió, es que no es el momento, ahora soy el administrador y no voy a tener la cabeza para atenderte como mereces. Trató de ser un poco como ella y decirse a sí mismo lo que le hubiera gustado escuchar y Sonia no se enfadó, ni se puso histérica, ni le insultó como siempre, solo colgó el auricular y el boeing se perdió en la esquina de la cristalera y desde aquel día, cada mes, por cualquier motivo, le compraba una de sus chaquetas en Sheridans y las colgaba en el armario entre las otras grises, totalmente idénticas, con las costuras también bien trabadas.

–Qué suerte tiene usted de tener una esposa que le regala chaquetas así… Yo maté a la mía.

–Ya me lo dijo antes –respondió Brooks, casi molesto.

–¿No quiere saber por qué? Todos quieren saber por qué.

– Haremos una cosa… si no me lo explica yo le regalo esta chaqueta.

No estaba de humor. El juicio había sido agotador y las vistas de las semanas anteriores habían sido muy duras. Para bien o para mal, habían terminado las sesiones, el silencio de los trabajadores en las primeras filas, sus miradas, las contestaciones ambiguas, las evasivas y los periodistas con sus cámaras y sus micrófonos a la salida. Y siempre, siempre, la misma pregunta, ¿son ciertos los cargos de malversación?, ¿qué sucedió según usted con las nóminas? Solo ha sido un malentendido, respondía él, ya se aclarará, ya se hará justicia. Pero sobre todo estaba contento porque se habían acabado los silencios de Sonia cada vez que regresaban juntos a casa y cerraban la puerta. Matteotti le había recomendado que evitara las declaraciones, que fuera breve, tampoco a ella le conviene saber demasiado, decía. Y él cumplía su promesa, no quería verla involucrada. A ella no. Solo una tarde había cedido a la tentación, solo una vez había sentido algo parecido al vértigo. Sonia y él estaban solos en casa y de repente, sin saber por qué, él había levantado la cabeza del diario y le había dicho, Sonia, tengo miedo, no estoy bien. Ella le había observado con distancia, como si no hablara en serio, y luego se había acercado y le había tocado el dorso de la mano, ya verás cómo no pasa nada, dijo, nunca pasa nada.

–Trato hecho –dijo el preso tendiéndole la mano–. No le cuento como me la cargué y usted me la da.

Al apretarla, Brooks la sintió fuerte y callosa. Él no quería ser menos y parecer débil y por eso, a pesar del dolor, apretó más y más y le miró a la cara, no te tengo miedo, qué te crees, no me asustas. El otro, sin embargo, le soltó la mano, se acercó a su cama y cogió la chaqueta de Sheridans. Se la puso. La verdad, pensó Brooks, es que no le sentaba nada mal, casi casi, pensó, tenían la misma talla y aunque sus brazos eran ligeramente más largos y sobresalían un poco más de la manga, la chaqueta le venía bastante bien. Brooks no pudo evitar sonreír cuando le vio alejarse hacia el espejo del lavadero y primero de perfil y luego de frente, contonearse como aquellos malditos auditores del comité, seguro, pensó, seguro que no son más de tres meses.

La convivencia con el asesino, durante la siguiente semana, fue buena, muy correcta y respetuosa. Se llamaba Saumels o Salumel o algo que empezaba así y desde el primer minuto el ejecutivo advirtió hacia él una especie de sentimiento de admiración, de respeto, como esos exploradores que son secuestrados en mitad de la selva por una tribu caníbal y que, sin comerlo ni beberlo, quizá por su parecido físico, acaban convertidos en ídolos aclamados.

–A mí me hubiera gustado ser como usted, tener dinero, trabajar en bolsa y no hacer demasiado…

Brooks no quiso sacarle de su error porque para Saumels o como se llamara, los banqueros y los administradores eran hombres que disponían del dinero de los demás a su antojo personal.

–Me gusta su peinado –le decía a veces–. Siempre he querido usar gomina y peinarme hacia atrás, un día me tiene que decir cómo…

A veces, la verdad, se ponía muy pesado. Brooks, entonces, no le hacía ni caso.

–Debe ser increíble conducir uno de esos cochazos, adelantar cuando te venga en gana…Y los trajes. Como me gustaría llevar trajes como los suyos toda la vida. Y vaya mujer, esas mujeres solo se van con los tipo como usted.

Durante la primera semana, el recluso no se había quitado la chaqueta como si pensara que Brooks podía echarse atrás y romper el trato para intentar recuperarla. Pero Brooks sabía que, mientras el asesino llevara su chaqueta, podía considerarle su amigo y dormir tranquilo, sin miedo a no despertar. Además, gracias a la chaqueta de Sheridans, se había ahorrado la crónica de la muerte de su mujer, un trato es un trato, le había repetido. Y sí, era un regalo de Sonia y todo lo demás, pero no estaba dispuesto a pagar un precio tan elevado. Al menos no durante los tres meses que tuviera que vivir confinado tan cerca de él. A veces, el preso se ponía delante del espejo, se apoyaba en la pileta y se peinaba hacia atrás, con agua, como Brooks había hecho cada mañana durante cinco años. Después, le veía caminar forzado, como un modelo de pasarela, moviendo los brazos con rapidez y a grandes zancadas.

– Así no –decía Brooks– estás demasiado tenso.

Y él relajaba el gesto del rostro y en un momento parecía caminar con seguridad y aplomo. Le gustaba hablar como él hablaba, pronunciar con el mismo acento que marcaba el golpe en las vocales, separando con claridad cada una de las sílabas, juntado las manos. Su voz, claro, sonaba impostada, poco natural, pero a veces, pensaba Brooks con los ojos cerrados, era remotamente parecida a la suya.

Durante la primera semana todo esto fue un juego casi divertido. Él repetía sus gestos y cada una de sus palabras como esos loros incapaces y Brooks corregía los defectos, así no, si quieres ser un ejecutivo, tendrás que levantar la barbilla, siempre mirando al frente, siempre desde arriba. Saumels se movía con una pretendida elegancia por la celda y se peinaba hacia atrás, como un broker de imitación, poco creíble. Incluso jugaron varias partidas de póquer y él le ganó el reloj, su pantalón nuevo –también de Sheridans, también a listas grises– y el jueves, y eso ya fue el colmo, le ganó la pitillera de plata.

Vestido así, la verdad, era casi su reflejo. Brooks se cansó de aquel simulacro, de aquella broma que había dejado de serlo hacía días y permanecía tumbado en la cama, indiferente, mirando el techo o la ventana sin hacer caso de sus monerías, necesitamos más ‘ingresos’, decía marcando la e, separando cada una de las sílabas. Cada mañana, y era disciplinado en esto, se ponía frente al espejo y hacía muecas o se ponía de lado y seguía con sus ejercicios de imitación. A veces

exageraba y parecía patético, pero en general, cada día, se movía y hablaba más como el propio Brooks. Hubo un momento, mientras le observaba hacer gansadas frente al espejo, en que le hubiera gustado estrangularle, levantarse a media noche y matarle con lentitud como él debía haber hecho con la fulana de su mujer, enseñarle que él nunca, por más que se empeñara, sería Brooks, qué él solo era un asesino vulgar y corriente, que ser como Brooks era ser algo más. Y la paradoja de este sentimiento –enfrentar la brutalidad con la brutalidad– le hizo reírse un poco de sí mismo, tampoco es para tanto, solo es un chiflado. Hasta que después de un mes de reclusión, un buen día, golpearon la puerta y escucharon la voz del celador:

–Brooks, tienes visita –le dijo.

Y supo que por fin era Sonia, que por fin había superado la vergüenza y venía a verle. Ella sí era algo real, algo real de verdad, parte de su mundo exterior, lejos de aquella maldita celda y lejos de la imitación continua de aquel loco. Cuando llegara al locutorio le pediría una de sus sonrisas, aunque fuera fingida, qué más da, aunque no tuviera ningún valor, tocaría su mano otra vez unos segundos y sentiría la temperatura de su piel siempre unos grados por encima, te he echado tanto de menos, y se arrepentiría un poco, no demasiado, de lo que había ocurrido en aquella conversación en el aeropuerto y le diría, le propondría que quizá tampoco era tan mala idea, tener hijos, me refiero y que cuando saliera de allí, y ya no quedaba mucho, podían intentarlo de nuevo. Y cuando se levantó de la cama decidido, Saumels o Salumel o como se llamara aquel chiflado, se acercó y le empujó contra la pared con fuerza. Brooks cayó de nuevo al somier sin comprender y se hizo daño en el codo y cuando la puerta se abrió y él le estaba preguntando qué demonios te pasa a ti ahora, aquel tipo salió con su chaqueta, sus pantalones, su peinado y su mismo modo de caminar.

Fueron unos segundos, poco más, una vacilación suficiente para que el tipo saliera y la puerta se cerrara detrás con su estridencia herrumbrosa. Entonces Brooks se levantó y corrió hasta la puerta, golpeó con los puños y estuvo gritando, repitiendo su nombre y advirtiendo a los guardias que había habido un malentendido, que aquel tipo era un impostor y que él era el verdadero Brooks, el único, que lo que pasaba es que él llevaba su chaqueta y todo lo demás y Sonia, que esperaba en el locutorio, podría atestiguar lo que él decía. Pero solo escuchó voces al otro lado, pasos alejándose por el corredor y los gritos de los otro presos burlándose, yo soy Shirley MacLaine, ¿y tú?, pues yo Abraham Lincoln…

Resbaló por la puerta y se quedó sentado en el suelo esperando a que de un momento a otro, Saumels y el guardia regresaran. Lo lamentamos, le dirían, pero este tipo nos confundió con su chaqueta y su modo de andar, disculpe, creímos que… Pero pasaron los minutos y no vino nadie, pasó casi media hora y tampoco vino nadie y en ese tiempo lo único que cambió fue la tonalidad azul del rectángulo distante en la ventana. Quizá refresque un poco esta tarde, pensó. Pudo imaginar a Sonia frente al recluso, imaginó su sorpresa cuando se encontraran juntos, sí, es cierto que se parecían, pero él no era así, él no tenía la frente tan amplia, ni era tan vulgar, ni jamás había asesinado a nadie y menos a su mujer. Ella notaría la diferencia, claro, cómo no notarla después de cinco años de convivencia.

Quiso imaginar a Sonia, saber si llevaba uno de sus vestidos estampados, con los brazos al aire. Seguro que había estado en la peluquería y se había hecho algo nuevo para él, para levantarle el ánimo, pensé que te gustaría la sorpresa. Y luego, sin venir a cuento, se pondría seria y diría, de verdad, sé que tenía que haber venido antes. Brooks respiró profundamente con los ojos cerrados e imaginó su espalda y su piel, imaginó otras cosas, su mano por ejemplo, su mano ligeramente abierta y cada uno de los dedos, el índice, el pulgar y la oquedad sin nombre que se formaba allí. En su imaginación, fue subiendo por el brazo, la muñeca poco a poco, explorando la piel camino de los pechos. Y fue en el antebrazo, antes de llegar al hombro, donde apareció la primera mancha de sangre, un pequeño archipiélago de púrpura. Dio dos pasos hacia atrás y la vio otra vez completa y desnuda –la mano colgando por fuera del somier y las sábanas drapeando sobre su sexo– reventada por dentro y cubierta de sangre, igual que en aquella imagen que le perseguía desde que llegó a la celda. Ella no, se dijo, ella está viva. Era la mujer del fulano la que había muerto así, con el vientre vacío y roto, quizá, no se sabe. Abrió los ojos. Los abrió de par en par como si la visión de la celda pudiera borrar toda aquella sangre y el cuerpo inmolado de Sonia. Justo entonces escuchó el sonido de la cerradura y la puerta abriéndose a su espalda. El guardia dijo: aparta, tenemos que pasar. Era Saumels que regresaba con una extraña sonrisa en los labios. Cuando la puerta se cerró detrás, Brooks preguntó:

–¿Por qué lo ha hecho?

Pero Saumels se quitó la chaqueta con tranquilidad, como si pudiera arrugarse y la colgó en la percha, al lado de su cama. Luego se tumbó a hojear una de sus revistas eróticas. En ese momento Brooks, sin saber por qué, se levantó y se acercó hasta su chaqueta. Era suya y él había roto el pacto, él había roto todos los pactos, él estaba loco y los locos no respetan nada. Intentó cogerla, pero el brazo de él, más rápido y fuerte, se lo impidió.

–Trato hecho, ¿recuerda? Y yo todavía no le he contado cómo me cargue a mi mujer.

Brooks tragó saliva y volvió a su cama, humillado. Estuvieron así un buen rato, en silencio, espiándose los movimientos sin mirarse. Al rato, Brooks escuchó su voz.

–¿Cómo se le ocurre? –y una pausa–. Sonia quería ese crío. No debió pedirle eso, no debió dejarle hacerlo. El trabajo nunca es una excusa, nunca es lo primero.

–Usted qué sabrá –atajó Brooks– no es de su incumbencia.

Saumels abrió el tríptico que había en la parte central de la revista y lo desplegó ante la luz de la ventana. Era una muchacha exuberante, rubia, de grandes pechos y muslos interminables, muy, muy diferente a Sonia.

–Oiga –dijo Brooks– ¿le dijo algo para mí?

Pero Saumels giró apenas la cabeza un segundo, le sonrió e inmediatamente volvió a su revista, miss abril, se leía justo al pie. Y eso le recordó a Brooks que ya hacía más de dos meses que estaba aquí y que ya quedaba menos, muy poco. Brooks se repetía a cada hora que ya estaba bien, que su sentencia sería revocada y que el juez impondría una  fianza razonable. Saldré libre, pensaba, y solo entonces ajustaré cuentas con Sonia, le preguntaré por qué tardó tanto en venir y por qué no puso una queja cuando vio a aquel tarado sentado delante. ¿Te parece gracioso, verdad?, le gritaría, ¿piensas que lo he pasado en grande con él? La relación con Saumels se volvió extraña, más remansada, como si ambos supieran que la agresión y la violencia no iban a conducir a ninguna parte. Aún así, su compañero de celda seguía sin perder detalle de cada uno de sus gestos. Brooks veía cómo se fijaba cada vez que decía algo, acércame la jarra, por ejemplo, o pásame esa revista o vete al diablo. Él lo copiaba todo. Le observaba en silencio mientras hacía su gimnasia o caminaba hacia la ventaba y estiraba el brazo hacia los barrotes. Brooks, claro, había pedido una entrevista con el alcaide. Era conocido de Matteotti y seguro que contaba con su favor. Pero ni siquiera los guardias, el día que se lo comentó, le habían tomado demasiado en serio. Esas cosas se notan. Del alcalde, desde entonces, tampoco había tenido noticias. Las cosas siguieron igual hasta que un día, hace unas semanas, a Brooks se le ocurrió algo, algo realmente ingenioso. Si aquel loco tenía que copiar a alguien, que no fuera a él, que fuera a otro. ¿Qué haría entonces?, sin modelo, ¿a quién se parecería? Por eso Brooks empezó a hablar y a comportarse de otro modo, gangueando, confundiendo las dos erres con una sola, soldando una palabra con la siguiente, fingiendo un acento casi rural, muy parecido al que recordaba de Saumels al principio. Empezó a andar por la celda esquinado, con las piernas casi juntas y moviendo las manos todo el rato, nervioso, como si tuviera prisa por llegar a algún lado. Saumels o como se llamara se dio cuenta de inmediato de su estrategia y simplemente le reía gracia y le observaba en silencio como a su bufón particular. Y luego, después de unos minutos, volvía a su espejo y a peinarse e iniciar su desfile militar, casi arrogante, entre la puerta y el lavadero. Lo cierto, pensó Brooks haciendo un chiste, es que formaban una pareja insólita, ambos fingiendo ser quien no eran, justo el otro o muy parecido al otro.

A los tres meses vino a verle Matteotti y cuando el guardia llamó a la puerta y dijo Brooks, tu abogado está aquí, él miró a Saumels y su mirada profunda y dura, lo dijo todo. Pero Brooks ya no le tenía miedo, ¿por qué iba a tenérselo? Y cuando la puerta se abrió él empezó a gritar desde la cama y a decir que Matteotti era su abogado y que aquel tipo solo era un burdo imitador, que la chaqueta Sheridans no era suya y varias cosas más, hasta que el guardia se acercó hasta él, levantó la porra y le dijo, como te muevas otra vez, igual te mato a golpes. Él se quedó quieto, sin saber qué hacer, con el brazo por delante y la mirada en el suelo. Al cerrarse la puerta Brooks pensó que daba igual que no le creyeran. Imaginó que Matteotti traía buenas noticias y que el juez había aceptado la fianza y que el calvario, por fin, había terminado. Matteotti no se la iba a jugar y seguro que reconocía a aquel tipo y pedía de inmediato que trajeran al verdadero Brooks. Y él hablaría con Sonia, le pediría perdón, se lo suplicaría si hacía falta y le contaría todo lo que le había pasado en la celda con aquel imitador y ambos reirían juntos frente a una botella de vino blanco y un plato de crawfish. En la sobremesa quizá harían el amor, con el rumor lejos del mar, buscando otra vez aquel hijo con el que empezó todo, tendrían su oportunidad, por qué no, siempre existe la redención, la última posibilidad. Y cuando cerraba los ojos y la imaginaba en aquella habitación, con las cortinas preñadas por el viento, siempre aparecía aquel cuerpo desangrándose entre las sábanas, con el vientre abierto y vacío y la mano de Sonia cayendo exánime sobre el borde de la cama, siempre igual, siempre como una penitencia cuyo delito Brooks no recordaba haber cometido. Y cuando Saumels regresó de la visita y el guardia le dijo aparta, comprendió lo que iba a pasar. Lo supo.

Y lo comprendió paso por paso. Lo que iba a suceder es que aquel tipo saldría en su lugar y haría con Sonia lo mismo que había hecho con su mujer, la reventaría por dentro con un cuchillo, con el sadismo de los animales vengativos y carniceros, de los que siempre envidiaron y quisieron ser y nunca fueron. Irían juntos a casa y cuando subieran al dormitorio, él la mataría con uno de los cuchillos de cocina, le rajaría el vientre varias veces y dejaría que se desangrara sobre aquella cama. Lo supo entonces. Saumel, como un lamento, le dijo.

–El juez ha desestimado.

Brooks estuvo todo el día dándole vueltas a lo de Sonia. Cada vez que cerraba los párpados la veía desangrándose entre las sábanas, con los pechos cubiertos de sangre y aquel tipo al pie de la cama, con el cuchillo todavía goteando en la mano. Esa noche, en medio del insomnio, se le ocurrió la única solución posible, el único modo de salvar la situación. Sí, iba a matarle, solo quedaba esa solución, evitar que saliera a toda costa e hiciera aquello con Sonia. Estuvo pensando en el mejor modo de hacerlo, en la manera de borrar las huellas del crimen y fingir que lo de aquel loco había sido un suicidio. Al fin y al cabo, Brooks era un tipo inteligente, un estratega. Durante la noche observó a Saumels durmiendo profundamente, la chaqueta al lado, apenas iluminado el rostro por la luz azulada que descendía por la ventana. Desde la esquina, Brooks se reía de él. Por fin aquel loco tendría lo que se había estado buscando. Le asfixiaría poco a poco –aunque le hubiera gustado una muerte menos caritativa, obligarle, por ejemplo, a beberse el contenido del retrete, cortarle uno a uno los dedos de la mano y cosas así, que le resarcieran lentamente de lo que había pasado los últimos tres meses– y después haría una soga trenzando las sábanas y subido en la banqueta la colgaría del cable de la luz y arrastraría su cuerpo y se entretendría en ajustar el nudo corredizo y con esfuerzo, porque el tipo pesaba una barbaridad, el cuerpo se iría elevando poco a poco hasta que la punta de los pies apenas quedara a unos centímetros sobre el suelo. Y entonces, al alba, nada más despertar, Brooks empezaría a gritar, llamando a los guardias, gritando que aquel loco se había suicidado, que se había colgado con una sábana y que él ya lo veía venir pero que nadie, en aquel lugar, le había hecho caso, ya os lo advertí. Todo volvería entonces a su cauce normal. Él se pondría su chaqueta de Sheridans, con las costuras ya reventadas y las listas gastadas en las solapas y saldría de la celda a hablar con Matteotti y pedirle explicaciones. Dijiste unas semanas y ya va para tres meses, qué está pasando con mi dinero, ¿por qué me engañas? Le pediría, esta vez por favor, que hablara con Sonia, dile que venga a verme, por lo menos haz eso por mí, tengo que decirle algo muy, muy importante.

Pero esa noche no pasó nada. Ni la siguiente. Ni a la semana. Brooks se dio cuenta de que hasta para ser un asesino hacía falta valor y que el valor, muchas veces, es esquivo y cambiante, como un mal viento. Hubo otras visitas de Sonia y de Matteotti, por supuesto. Incluso Brooks, que llevaba el recuento, se percató de que en las últimas semanas, Sonia venía con más frecuencia. Eso le cabreó, porque Brooks no encontraba ningún motivo y los motivos que le salían al paso, eran difíciles de creer. Cuando Saumels volvía de verla, como un adolescente, traía aquella estúpida sonrisa dibujada en el rostro.

–Vamos a tener un niño –le dijo un día– cuando salga de aquí lo tendremos…

Brooks le hubiera matado en aquel mismo momento pero se limitó a cubrirse con la almohada, a ponerse de costado y a intentar no escuchar los planes que aquel tipo hacía con su mujer, iremos a Albany, decía, ella siempre ha querido ir a Albany, ¿lo sabías? Claro que lo sabía, cómo no iba a saberlo. Un día de estos me tienes que contar por qué le gusta tanto Albany y la música de violín, claro, antes de que me suelten. Matteotti dice que ya queda poco, que tenga paciencia, que en nada estaré en la calle y que la fábrica, por fin, vuelve a funcionar con normalidad. Y uno de aquellos días, demasiado parecido a los anteriores, se preguntó por qué esperar más, cuando en la celda cada día, cada hora, es idéntica e igual en oportunidades a la que vendrá mañana. Y esa noche, por fin, esperó a que él se durmiera para comprobar las sábanas y la estabilidad de la banqueta y cuando Saumels o Salumel o quien quiera que fuese respiraba profundamente, Brooks se levantó de la cama y con la almohada en la mano, fue hacia él. Cuando estaba ya muy cerca de Saumels reparó en el espejo del lavadero y en su propio reflejo. Se vio con la almohada en la manos y una expresión de náufrago que le costó reconocer, los ojos abiertos y enrojecidos, la barba abandonada, la ropa triste y remendada de los presos, se vio a sí mismo como probablemente había sido alguna vez Saumels, no hacía tanto, y se odió por haberse convertido en eso y odió su vida de aquellos cinco meses y odió más todavía a aquel hombre que le había usurpado todo, que en el fondo solo quería estar a solas con Sonia para matarla y que le había convertido en esto. Quizá pensó que sería incapaz. Que en el fondo solo era un cobarde, que odiaba los instintos porque la única justicia tiene mucho que ver con ellos, con lo visceral y lo instantáneo, con la furia y el odio. Cerró los ojos y de inmediato apareció el cuerpo desangrándose de Sonia entre las sábanas. Fue lo último, lo hago por ti, pensó, para demostrarte algo. Y mientras por el vientre de Sonia chorreaba toda aquella sangre, Brooks puso la almohada sobre su rostro y apretó fuerte. Sintió apenas el movimiento al otro lado y después de unos segundos, justo debajo de la almohada, escuchó con claridad una carcajada, una risa hueca, amortiguada por el relleno. ¿Se estaba riendo?, ¿de qué se reía aquel loco? Y Brooks apretó más y más fuerte y vio su reflejo en el espejo otra vez y no le preocupó ver en él a un asesino. Justo en ese momento, un brazo salido de entre las sábanas le agarró por el antebrazo y clavó fuerte sus dedos en la carne. No tardó en sentir como la fuerza le iba desapareciendo de las muñecas.

–La maté porque se fue con otro –dijo saliendo de debajo de la almohada– a mi mujer.Tenía dentro un hijo de otro.

Brooks sintió sus dedos clavados en el antebrazo, como la sangre hormigueando sobre la piel. Dio un paso hacia atrás y Saumels se levantó, extendió los brazos y tomó aire como hacía cada mañana, antes de las flexiones. Luego se agachó justo delante y cogió la sábana que estaba en el suelo. Brooks pensó que iba a matarle, que le estrangularía y que por lo menos, todo terminaría de algún modo para él. Pero simplemente le miró a la cara, pegó dos tirones fuertes del cable y mostró una de sus sonrisas de suficiencia, sin volumen. Luego volvió a su cama y desde allí le dijo:

–Pero ahora estamos en deuda… así que, a pesar de todo, no te devolveré tu chaqueta.

Al día siguiente, por la mañana, llegó el guardia y llamó a la puerta. Dijo Brooks, por fin buenas noticias, te vas de aquí. Pero Brooks permaneció sentado, tocándose el antebrazo mientras Saumels o como se llamara aquel individuo se acababa de ajustar la chaqueta y se acicalaba frente al espejo. Luego cogió su chaqueta y con la espalda recta y el paso relajado, tal y como él le había enseñado, salió de la celda. Ni siquiera le dijo adiós o que vaya bien o que te pudras. Brooks gritó su nombre, Saumels o Salumel o como quiera que te llames y él, simplemente, buscando la complicidad del guardia, se dio la vuelta y le dijo, te lo he dicho mil veces, Brooks, me llamo Brooks. Luego cerraron la puerta de la celda y todo quedó en medio de un silencio profundo. Brooks todavía tuvo tiempo de auparse en la banqueta y asomar apenas por la ventana para ver el plymouth verde de Sonia aparcado en frente y a ella con los brazos abiertos, como si él llegara de lejos y a Matteotti estrechando afablemente su mano, congratulándose por el trabajo bien hecho. Brooks intentó gritar a través de los barrotes, no vayáis a casa, no lo hagáis, pero su voz, apenas ya convertida en gemido, se perdió en el

tumulto del patio y cuando aquel hombre que fingía ser él entró en el coche y arrancaron hasta convertirse en un punto más de la comarcal, él bajó de la banqueta y se sentó en la cama, hundiendo la cabeza entre las manos y moviéndose apenas hacia delante y hacia atrás, qué voy a hacer ahora. Y en ese momento, desde el corredor, oyó unos pasos. Venían de lejos pero cada vez estaban más y más cerca. Y cuando se abrió la puerta de la celda, vio a un hombre bien vestido, bien peinado, con un traje gris y camisa blanca, que le observaba con curiosidad, qué calor hace aquí, le dijo, no sé cómo puede aguantar. Y luego la puerta se cerró otra vez, a su espalda, con una dureza lapidaria que no se abre de noche ni de día.

Sigo la infancia en tu prisión, y el juego que alterna muertes y resurrecciones de una imagen a otra vive ciego. Claman el viento, el sol y el mar del viaje. Yo devoro mis propios corazones y juego con los ojos del paisaje. Junio me dio la voz, la silenciosa música de callar un sentimiento. Junio se lleva ahora como el viento y el alma inútilmente fue gozosa. Al año de morir todos los días los frutos de mi voz dijeron tanto y tan calladamente, que unos días vivieron a la sombra de aquel canto. (Aquí la voz se quiebra y el espanto de tanta soledad llena los días.)

Hoy hace un año, Junio, que nos viste, desconocidos, juntos, un instante. Llévame a ese momento de diamante que tú en un año has vuelto perla triste. Álzame hasta la nube que ya existe, líbrame de las nubes, adelante. Haz que la nube sea el buen instante que hoy cumple un año, Junio, que me diste. Yo pasaré la noche junto al cielo para escoger la nube, la primera nube que salga del sueño, del cielo, del mar, del pensamiento, de la hora, de la única hora que me espera ¡Nube de mis palabras, protectora! bien vestido, bien peinado, con un traje gris y camisa blanca, que le observaba con curiosidad, qué calor hace aquí, le dijo, no sé cómo puede aguantar. Y luego la puerta se cerró otra vez, a su espalda, con una dureza lapidaria.

Ignacio Ferrando Pérez (foto)

 

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