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‘…el día curvo de las mujeres’ de Gioconda Belli

gioconda belliAmanece con pelo largo el día curvo de las mujeres.

¡Qué poco es un solo día, hermanas,

qué poco, para que el mundo acumule flores frente a nuestras casas!

De la cuna donde nacimos hasta la tumba donde dormiremos

–toda la atropellada ruta de nuestras vidas–

deberían pavimentar de flores para celebrarnos

(que no nos hagan como a la Princesa Diana que no vio, ni oyó las floridas avenidas postradas de pena en Londres)

Nosotras queremos ver y oler las flores.

Queremos flores de los que no se alegraron cuando nacimos hembras

en vez de machos.

Queremos flores de los que nos cortaron el clítoris

y de los que nos vendaron los pies.

Queremos flores de quienes no nos mandaron al colegio para que cuidáramos a los hermanos y ayudáramos en la cocina.

Flores del que se metió en la cama de noche y nos tapó la boca para violarnos mientras nuestra madre dormía.

Queremos flores del que nos pagó menos por el trabajo más pesado

y del que nos corrió cuando se dio cuenta que estábamos embarazadas.

Queremos flores del que nos condenó a muerte forzándonos a parir

a riesgo de nuestras vidas.

Queremos flores del que se protege del mal pensamiento

obligándonos al velo y a cubrirnos el cuerpo,

del que nos prohíbe salir a la calle sin un hombre que nos escolte.

Queremos flores de los que nos quemaron por brujas

y nos encerraron por locas,

flores del que nos pega, del que se emborracha

del que se bebe irredento el pago de la comida del mes.

Queremos flores de las que intrigan y levantan falsos,

flores de las que se ensañan contra sus hijas, sus madres y sus nueras

y albergan ponzoña en su corazón para las de su mismo género.

Tantas flores serían necesarias para secar los húmedos pantanos

donde el agua de nuestros ojos se hace lodo;

arenas movedizas tragándonos y escupiéndonos,

de las que tenaces, una a una, tendremos que surgir.

Amanece con pelo largo el día curvo de las mujeres.

Queremos flores hoy.

Cuánto nos corresponde.

El jardín del que nos expulsaron.

Gioconda Belli (foto)

‘Siempre te creíste la Virginia Woolf’: Apablaza

claudia apablazaPorque, en lo que a mí respecta, siento de vez en cuando que soy el personaje de alguien. Clarice Lispector

Como todas las mujeres escritoras, siempre te creíste la Virginia Woolf, pensabas que habías sido tocada por ese don preciado y que serías mejor que ella. Siempre yo te decía: nunca vas a negarme que te crees eso. Tú siempre llorabas, de una forma patética y vergonzosa. Antes de que te durmieras también te lo repetía: Siempre te creíste la Virginia Woolf. Siempre. ¡Admítelo! Incluso cuando follábamos. Cuando cabalgaba sobre ti, te gritaba: Virginia, Virginia criolla. Morirás así, creyéndote eso. No me lo niegues. Es la vida que elegiste, es la vida. Incluso cuando tú ya estabas durmiendo y yo en mis insomnios, seguía repitiéndotelo al oído: Siempre, siempre te creíste la Virginia Woolf. Admítelo. A veces despertabas y me pegabas un manotazo y me decías: cállate. Cállate, imbécil y yo me ponía a llorar.

Un día escribiste un cuento bastante bueno, lo enviaste a un concurso y saliste finalista. Entonces yo te dije que podía ser que te parecieras a la Virginia Woolf, pero que no estaba seguro. Tú te enojaste y me dijiste que era un enfermo, que estabas aburrida, que nunca te habías creído la Virginia, que ya te bastaba con soportarme dos años. Abriste el closet, sacaste toda tu ropa, comenzaste a hacer la maleta; pusiste unos libros, ropa interior, una libreta de apuntes, unos discos, abriste la puerta del piso y te fuiste.

Después de meses yo entendí que nunca debí haberte dicho tamaña tontera. Que debí esperar a que fueses realmente la Virginia criolla y luego amarte así, como la Virginia criolla y latina o la Virginia local. ¿Qué hacer?, me decía. Qué imbécil. ¿Qué hacer ahora que no tengo a mi propia Virginia en casa para que me lave los platos y me haga la comida? ¿Cómo soportar mi vida sin mi pequeña Virginia que me hacía lasañas de verdura exquisitas?

Hace unos días conocí a otra escritorcilla. Me gusta. Es atractiva. Una de las primeras frases de la noche fue decirme que ella era escritora. Estuve en la cama con ella, le puse la Virginia 2 y la Virginia 1, que eras tú, estuvo toda la noche en mi cabeza. Te imaginé sobre mí, desnuda, y que gemías y chillabas y me decías que nunca fuese a abandonarte. Y aparecía tu rostro iluminado y me prometías en esa imagen llegar a ser tan buena como la Virginia, o mejor que ella, mucho mejor que ella. En fin, es lo que me dicen todas las mujeres. Es raro. No sé por qué todas las mujeres escritoras se creen esa mujer. No entiendo a qué se debe este síndrome tan lamentable. Una adicción por caminar, llorar, estornudar como ella. Cada escritora que se me acerca, que me habla, es la Virginia y aunque no me lo digan yo sé que es así, que en sus meditaciones más íntimas se lo creen y disfrutan de eso. ¿Qué será? Tal vez una enfermedad delirante que cogen las escritoras de todas las latitudes del mundo, de todos los puntos cardinales. Yo perfectamente me podría creer Fogwill, como todos los narradores; o Vila-Matas, o Carver, o Hemingway o Bellatin (últimamente, más bien: Murakami o Fresán). Y caminar, pensar, imitarlos, bailar como ellos. Pero no necesito caer en eso, no necesito estar jugando a eso, sufrir por eso, no necesito escribir una Historia abreviada de la literatura portátil 2, ni tampoco una Muchacha punk 2, menos repetir en cada entrevista la detestable teoría del iceberg ni la del knock-out; ni tampoco pedirle a una trasnacional que me publique, que me llame por teléfono todos los días para no sentirme tan solo, y luego viajar por el mundo en muchos aviones, en un pedazo de papel, y luego volver a Chile y decir que yo soy mejor que Fogwill, que escribí la Muchacha punk 3 y que escribiré la Muchacha punk 4 y la cinco y la seis y la siete y seré muy famoso, que merezco respeto, seguridad, salir en las revistas nacionales, internacionales como la nueva figura de la literatura latinoamericana, como el representante número uno de la nueva fauna y luego visitarte en los cementerios de noche y buscarte y eyacular sobre tu tumba, como Philip Roth cuando eyaculaba sobre la tumba de su amada y luego encerrarme en mi casa y describir mi nuevo proceso creativo, y caminar como escritor, bailar como escritor, fumar como escritor, cagar como escritor, llorar como escritor y eructar como escritor. Pero no. Creo que no. No lo necesito. Prefiero el oficio que tengo de limpia wáteres. Es interesante también este oficio. Se disfruta. Se sacan buenas conclusiones de la vida. Limpiar la mugre es una labor espiritual. Uno es feliz limpiando la inmundicia ajena, créemelo. Se es muy feliz. Se crece como persona cuando uno friega con cloro aromatizado de jazmín, con lejía pakistaní, con plumeros árabes y una escoba china recién estrenada.

Hace dos semanas abrí el periódico, fui a las páginas de Fútbol y luego a las de Cultura. Salía una entrevista a página completa del libro que acabas de publicar. (Lindo libro, te felicito). Como titular el editor puso: Marieta Galarze, la joven escritora que odia a Virginia Woolf. Marqué el número de tu casa y Roberto, tu nueva pareja, ¿tienes pareja?, ¿es escritor, cierto? Seguro. ¿Por qué no me llamaste para decírmelo, para advertírmelo, para decirme que sales con un escritor? Eres cruel. Eres muy cruel con tu pobre limpiawáteres. Él me dijo que no estabas. Le dije que te dijera que bueno, que en fin, que lo aceptaba, que si querías regresar a casa, podías hacerlo, que te aceptaba tal como eras. Que te dijera que prometía llamarte Virginia desde el minuto que pisaras nuestro antiguo hogar. Que te lo dijera, por favor, que ya lo medité y acepto sin problemas tu condición de neo-virginia. Me dijo que no volviera a llamarte, que ustedes eran una pareja feliz, y si acaso yo era ese loco de remate que me creía Fogwill un día y Carver al día siguiente. Ese loco que se disfraza de Breat Easton Ellis para salir a la calle y que aparece en las fotos maquillado como Chuck Palahniuk o como Thomas Pynchon. ¿Qué le estuviste contando de mí? Eres bastante buena para inventar cosas, eres una mentirosa, una loca. Sabes que a mí nunca me ha gustado la Literatura, para nada. Lo sabes muy bien. Yo sólo soy adicto a la mugre, Virginia mía, no inventes cosas de mí, por favor, sabes que yo amo fregar los suelos y eso me ha ayudado a ser una persona realizada, realizada en la mugre ajena.

En fin, le corté de inmediato a tu nueva adquisición literaria y no te volví a llamar hasta hace tres días. Marqué tu número y por fin me contestaste. Me dijiste que lo sentías, que no podías hablar ahora, que debías ir a tu trabajo, que estabas sola en la oficina, que tu jefa estaba de viaje de negocios y que no volviera a llamarte más.

Y bueno, lo que sucederá después de esa llamada es una historia aburrida. Una historia de la limpieza extrema, de la higiene completa y pulcra. Primero obligarte a decirme que de verdad aún te crees esa mujer, obligarte a reconocerlo. Luego un montón de sangre, virginias de mi libreta telefónica muertas; una tras otra; wáteres, eyaculaciones en tumbas y diversas profanaciones sin sentido. Luego limpiar la sangre de mi pobre ex-virginia sudaca con cloro, lejía y friegapisos. Imitar una escena completa de American Psycho, sólo para rendirte los honores literarios necesarios. También preocuparme de limpiar la grasa de mi Virginia 2 y de una tercera que conocí anoche en un bar de Montjuic.

Como ves, no soy más que un pobre adicto al aseo. Me encantaría extenderme en esta historia de la excelente pulcritud en el limpiar, es una historia muy bella, pero no tengo muy claro a quién le importa cómo se amplía mi hermosa colección de neo-virginias muertas y bien lavadas.

Claudia Apablaza (foto)

‘Estuviste perfectamente bien’ de Dorothy Parker

dorothy parkerEl joven pálido se acomodó cuidadosamente en la silla y movió la cabeza a un lado para que el tapiz fresco le aliviara la sien y la mejilla.

–Ay, mi amor –dijo–. Ay, ay, ay, mi amor. Ay.

La muchacha de ojos claros, sentada en el sofá erguida y tranquila, le sonrió vivamente.

–¿Ya no te sientes tan bien como ayer? –dijo ella.

–Qué va, estoy muy bien –dijo él–. Estoy flotando. ¿Sabes a qué hora me levanté? A las cuatro de la tarde en punto. Traté de levantarme, pero cada vez que quitaba la cabeza de la almohada se me iba rodando abajo de la cama. La cabeza que traigo puesta no es la mía. Creo que esta era de Walt Whitman. Ay, mi amor. Ay, ay, mi amor.

–¿Tú crees que con un trago te sentirías mejor? –dijo ella.

–¿Un poco de lo que me noqueó anoche? –dijo él–. No, gracias. Por favor ya nunca vuelvas a mencionarme eso. Estoy muerto. Estoy muerto, completamente muerto. Mira mi mano: tan quieta como un colibrí. ¿Y me vi muy mal anoche?

–Ay, no inventes –dijo ella–, todos estaban iguales. Estuviste muy bien.

–Claro –dijo él–. Estuve de maravillas. Todos deben estar enojados conmigo.

–Por favor, claro que no –dijo ella–. Todos se divirtieron con lo que hacías. Claro que Jim Pierson se enojó un poco a la hora de la cena. Pero la gente lo regresó a su silla y lo calmaron. En las otras mesas ni se dieron cuenta. Nadie se dio cuenta.

–¿Me iba a pegar? –dijo él–. Ay, Dios mío. ¿Qué hice?

–Nada, no hiciste nada –dijo ella–. Estuviste perfectamente bien. Pero ya sabes cómo se pone Jim a veces, cuando se le ocurre que alguien se está metiendo con Elinor.

–¿Coqueteé con Elinor? –dijo él–. ¿Eso hice?

–Claro que no –dijo ella–. Solo estuviste haciéndole chistes, eso fue todo. Le pareciste simpatiquísimo. Ella estaba muy divertida. Solo una vez se desconcertó un poco: cuando le echaste por la espalda el caldo de almejas.

–No, no me digas –dijo él–. Caldo de almejas por la espalda. Cada vértebra como concha. Ay, Dios mío. ¿Qué voy a hacer?

–No te preocupes, ella no te va a decir nada –dijo ella–. Solo mándale unas flores, o algo así. Por eso no te preocupes. No es nada.

–No, si no me preocupo –dijo él–, ni tengo nada de qué apurarme. Estoy muy bien. Ay, mi amor, ay. ¿Y qué otro numerito hice en la cena?

–Ninguno. Estuviste muy bien –dijo ella–. No te pongas así por eso. Todo el mundo estaba fascinado contigo. El maître d’hôtel se apuró un poco porque no parabas de cantar, pero en realidad no le importó. Solo dijo que tenía miedo de que con tanto ruido le volvieran a cerrar el lugar. Pero ni a él le importó. Bueno, estuviste cantando como una hora. Pero después de todo, no fue tanto ruido.

–Entonces me puse a cantar –dijo él–. Un éxito sin dudas. Me puse a cantar.

–¿Ya no te acuerdas? –dijo ella–. Estuviste cantando una tras otra. Todo el mundo te estaba oyendo. Les encantó. Lo único fue que insistías en cantar una canción sobre no sé qué fusileros o qué cosa, y todo el mundo empezó a callarte, pero tú empezabas de nuevo. Estuviste maravilloso. Hubo un rato en que todos tratamos que dejaras de cantar, y que comieras algo, pero no querías saber nada de eso. En serio que estuviste divertido.

–¿Qué, no probé la cena? –dijo él.

–No, nada –dijo ella–. Cada vez que venía el mesero a ofrecerte algo se lo devolvías porque decías que él era tu hermano perdido, que una gitana lo había cambiado por otro en la cuna, y que todo lo tuyo era de él. El mesero estaba doblado de la risa.

–Seguro –dijo él–. Seguro que estuve cómico. Seguro que fui el Payasito de la Sociedad. ¿Y luego qué pasó, después de mi éxito arrollador con el mesero?

–Pues nada, no mucho –dijo ella–. Te entró una especie de tirria contra un viejo canoso que estaba sentado al otro lado del salón, porque no te gustó su corbata de moño y querías decírselo. Pero te sacamos antes de que el otro se enojara.

–Ah, conque salimos –dijo él–. ¿Pude caminar?

–¡Caminar! Claro que caminaste –dijo ella–. Estabas absolutamente bien. Bueno, la acera tenía una capa de hielo y resbalaste. Caíste sentado con un fuerte golpe. Pero por favor, eso puede pasarle a cualquiera.

–Sí, claro –dijo él–. A la señora Hoover o cualquiera. Así que me caí en la acera. Por eso me duele el… Sí. Ya entendí. ¿Y luego qué? Digo, si te importa.

–¡Vamos, Peter! –dijo ella–. No puedes quedarte sentado ahí y decir que no te acuerdas de lo que pasó después de eso. Creo que solo te viste un poco mal en la mesa; pero en todo lo demás estuviste perfectamente bien, yo sabía que te estabas sintiendo muy bien. Pero desde que te caíste te pusiste muy serio, yo no sabía que tú fueras así. ¿No te acuerdas de cuando me dijiste que yo nunca antes había visto tu verdadero yo? No puedo permitirte, no podría soportar que hayas olvidado ese hermoso paseo en taxi. De eso sí te acuerdas, ¿verdad? Por favor, me muero si no te acuerdas.

–Ah, sí –dijo él–. El paseo en taxi. Ah, sí, de eso sí. Fue un paseo muy largo, ¿no?

–Vueltas y vueltas y vueltas por el parque –dijo ella–. Los árboles se veían tan hermosos a la luz de la luna. Y dijiste que nunca antes te habías dado cuenta de que de veras tenías alma.

–Sí –dijo él–. Yo dije eso. Yo fui.

–Dijiste cosas tan pero tan bonitas –dijo ella–. Nunca me había dado cuenta de todo lo que sientes por mí y no me había atrevido a mostrarte lo que yo siento por ti. Pero lo de anoche, Peter; creo que la vuelta en taxi es lo más importante que nos ha pasado en nuestras vidas.

–Sí –dijo él–. Creo que sí.

–Y vamos a ser tan felices –dijo ella–. Quisiera contárselo a todo el mundo. Pero no sé. Creo que sería más dulce si lo guardamos como un secreto entre nosotros.

–Yo creo que sí –dijo él.

–¿No es muy hermoso? –dijo ella.

–Sí –dijo él–. Fabuloso.

–¡Encantador! –dijo ella.

–Oye –dijo él–, ¿no te importaría que me tomara un trago? O sea, médicamente, ya sabes. Estoy muerto; ayúdame, por favor. Creo que me va a dar un colapso.

–Sí, un trago te va a caer bien –dijo ella–. Pobrecito, qué pena que te sientas tan mal. Voy a prepararte un trago.

–Yo, la verdad –dijo él–, todavía no me explico cómo me sigues dirigiendo la palabra después del ridículo que hice anoche. Yo creo que mi única salida es meterme a un monasterio en el Tíbet.

–¡Estás loco! –dijo ella–. No te voy a dejar ir ahora. Ya deja de pensar en eso. Estuviste perfectamente bien.

De un salto ella se paró del sofá, lo besó con rapidez en la frente y salió corriendo de la habitación.

El joven pálido la vio alejarse, movió la cabeza lentamente y luego la dejó caer sobre sus manos húmedas y temblorosas.

–Ay, mi amor –dijo–. Ay, ay, ay, Dios mío.

Dorothy Parker (foto) (Publicado en The New Yorker, el 23 de febrero de 1929)

Herta Müller, poética al campo de concentración

Tapa libro Herta MüllerEste es un libro que se lee como de cuentos, aunque su autora lo escribió como novela. La idea original era la de escribir la novela de la vida de Oskar Pastior, un alemán que había estado en los ‘campos de trabajo’ rusos, tras la caída del nazismo; “él contaba y yo anotaba”. Novela que sería escrita en primera persona del plural, “nosotros”, pero a la muerte de Pastior en el 2006 decidió despedirse del pronombre y terminó usando la primera persona singular. A mi juicio, lo que escribió son unos cuentos hermosos, desgarradores, lúcidos.

El libro se titula ‘Todo lo que tengo lo llevo conmigo’ (tapa), y la autora es Herta Müller. El libro es toda una experiencia humana y literaria. Lepold Auberg es el narrador, y el texto fluye en forma de autobiografía, o de diario. Los títulos de los 64 capítulos traslucen esta percepción: Sobre hacer la maleta, Las mujeres de la cal, Sobre las personas severas, Sobre la pala del corazón, Sobre el ángel del hambre, La bufanda de seda burdeos, En el espacio en blanco bajo la línea, Tengo un plan, Cuadernos rayados, La ligereza del heno, Soy todavía el piano, Sobre los tesoros, Cada turno es una obra de arte…

La lucidez con que está escrito el libro (llamémoslo ‘libro’ para no categorizar novela o cuentos) remonta la metáfora elemental, el facilismo y revela una enorme capacidad de observación y el empleo de mucho tiempo de reflexión sobre el material literario. En este sentido, es un libro honesto, con 268 páginas de la colección ‘Punto de lectura’ de Ediciones Santillana, de impecable escritura.

Así describe, en uno de los capítulos, la situación general: “El campo de concentración es un mundo práctico. Uno no puede permitirse sentir vergüenza u horror. Se actúa con una indiferencia estable, quizás con acobardada satisfacción. Esta no tiene nada qué ver con la alegría por el mal ajeno. Creo que cuanto más disminuye el temor a los muertos, más apego se tiene a la vida. Más aumenta la disponibilidad para cualquier mentira. Uno se convence de que los ausentes han sido trasladados a otro campo. Lo que sabes no vale, crees lo contrario. Igual que el tribunal del pan, la recolección solo conoce el presente, pero no actúa con violencia. Transcurre de manera objetiva y tranquila”.

Y un par de párrafos adelante: “Trudi añade a esta canción que durante todo el invierno los muertos permanecen unas cuantas noches apilados y cubiertos con la nieve que se amontona en el patio trasero hasta que se endurecen lo suficiente. Que los enterradores son unos haraganes, que se limitan a partir los cadáveres en trozos para no tener que cavar una tumba, sino un simple agujero”.

El narrador establece instancias, limbos posibles en un lugar como ese, tales como el tribunal del pan, la pala del corazón, el crimen del pan o el ángel del hambre, solo con el propósito de hacer soportable su suerte. Son estados del alma, pero hacen referencia a situaciones cotidianas, y pueriles, como son casi todas las cosas en un campo de concentración. A este tipo de escenarios, descrito bajo el título de ‘Del pan propio al pan de mejilla’, me refiero: “Por la noche, delante de la sopa de col, se intercambia pan, porque el pan propio parece siempre más pequeño que el ajeno. Y a los demás les sucede lo mismo.

“Antes del intercambio se produce en el cerebro un momento de vértigo, e inmediatamente después del cambio, otro de duda. Después del cambio, en la mano del otro, el pan del que acabo de deshacerme es más grande que el que yo poseía. Y lo que he recibido se ha encogido en mi mano. Qué deprisa se vuelve el otro, tiene mayor vista que yo, ha salido ganando. Tengo que volver a cambiar. Pero al otro le sucede lo mismo, cree que he salido ganando yo y se dispone a efectuar un segundo cambio. Y el pan se encoge de nuevo en mi mano. Me busco a un tercero y cambio. Otros comen ya. Si el hambre lo soporta un rato más, llegará el cuarto truque, el quinto. Y cuando ya no se pueda remediar se produce el cambio de regreso. Entonces vuelvo a tener mi propio pan”.

Obviamente el pan es un elemento central en el campo de trabajo ruso de la posguerra. “Hoy creo que Fenja repartía las tres variedades de pan que yo conocía entonces. La primera era el pan cotidiano de Siebenbürgen, el del Dios evangélico, ácido, hecho desde siempre con el sudor de su frente. La segunda era el pan integral pardo de las espigas doradas de Hitler, el del Reich alemán. Y la tercera era la ración de jleb en la balanza rusa. Creo que el ángel del hambre conocía esa trinidad del pan, y la aprovechaba”.

Oskar Pastior, que en el libro es Lepold Auberg, no era un nazi, y casi ninguno de los que estaban allí. Pero pertenecían a esa nación prepotente con ínfulas del gran patrón del mundo, y ahora las personas, los alemanes corrientes, debían poner su cuota de sangre en la reconstrucción de Rusia victoriosa. Este es el ámbito que respira el libro.

La minuciosidad con que Herta Müller narra las cosas, la presencia de los piojos o la maleta de las pocas pertenencias, está llena de poesía. Se refiere a momentos que saltan de la simplicidad a las razones de la vida, como cuando Leopold regresa a casa: “Había olvidado comer con cuchillo y tenedor. No solo se me contraían las manos, también tenía problemas con la deglución. Yo sabía lo que era pasar hambre, y sabía así mismo como se estira o devora la comida cuando por fin se dispone de ella. Ya no sabía cuánto tiempo había que masticar y cuándo tenía que tragar para comer con educación. Mi padre se sentaba frente a mí, y el tablero de la mesa me parecía medio mundo. Él me miraba con los ojos entrecerrados y ocultaba su compasión. En el parpadeo resplandecía entonces todo su espanto, como la piel de cuarzo rosa de su labio interior. La abuela era la que más consideración mostraba conmigo, sin demasiadas alharacas. Seguramente preparaba las sopas espesas para que yo no me torturase con el cuchillo y el tenedor”.

En medio del desgarro, que se narra siempre como resultado de la comprensión y la reflexión previa, surgen expresiones hermosas que no pude dejar de subrayar. Algunas son: “…enseñé a mi nostalgia a mantener los ojos secos”, “de qué vas a avergonzarte cuando careces de cuerpo”, “por qué de noche quiero tener derecho a mi desgracia”, “no quisimos reconocernos por nuestro propio bien”, “cerró los ojos, y las tapas de sus ojos eran de papel”, “su sonrisa era una acechanza”…

Sin embargo, la potencia de la narración de aquel mundo de miseria humana está lejos de permitir que el texto sea meloso, quejumbroso u oxímoron. La narración es pausada, puede disolverse en el detalle y parecer fría, pero es una mina de metáforas y poesía. Resulta ser una experiencia su lectura. Los remates de cada cuento o capítulo surgen casi siempre de manera magistral. No en vano obtuvo el Nobel de Literatura en el 2009. Me quedo con la reseña de la contratapa, del Frankfurter Allgemeine Zeitung: “Una conmovedora obra que consigue, con un lenguaje de enorme sensibilidad, traer luz a los tiempos oscuros”.

‘Mejor que arder’ de Clarice Lispector

clarice lispectorEra alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.

Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.

Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.

Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:

–Mortifica el cuerpo.

Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.

Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó. Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.

No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.

La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.

Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.

Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.

Hasta que le dijo al padre en el confesionario:

–¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!

Él le dijo meditativo:

–Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.

Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.

Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.

Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.

Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.

Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.

Y sucedió realmente.

Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.

Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.

Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.

Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.

Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.

Entonces una noche él le dijo:

–Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?

–Sí –le respondió grave.

Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.

Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.

Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.

Clarice Lispector (foto)

‘La casa encantada’ de Virginia Woolf

virginia woolf2A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.

“Lo dejamos aquí”, decía ella. Y él añadía: “¡Sí, pero también aquí!” “Está arriba”, murmuraba ella. “Y también en el jardín”, musitaba él. “No hagamos ruido”, decían, “o les despertaremos”.

Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. “Lo están buscando; están corriendo la cortina”, podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. “Ahora lo han encontrado”, sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. “¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?” Tenía las manos vacías. “¿Se encontrará acaso arriba?” Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.

Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. “A salvo, a salvo, a salvo…”, latía suavemente el pulso de la casa. “El tesoro está enterrado; el cuarto…”, el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?

Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. “A salvo, a salvo, a salvo”, latía alegremente el pulso de la casa. “El tesoro es tuyo”.

El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.

“Aquí dormimos”, dice ella. Y él añade: “Besos sin número”. “El despertar por la mañana…” “Plata entre los árboles…” “Arriba…” “En el jardín…” “Cuando llegó el verano…” “En la nieve invernal…” Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.

Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: “Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios”.

Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.

“A salvo, a salvo, a salvo”, late con orgullo el corazón de la casa. “Tantos años…”, suspira él. “Me has vuelto a encontrar”. “Aquí”, murmura ella, “dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…” Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. “¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!”, late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: “¿Es esto vuestro tesoro enterrado? La luz en el corazón”.

Virginia Woolf (foto)

La Pampilla dijo ‘No’ a la farándula santiaguina

Contra todo pronóstico, la coquimbana Claudia Tarbuskovic, una joven de 23 años, se impuso como la reina de La Pampilla: Miss Coquimbo 2012. Este es un evento de Fiestas Patrias y de belleza, muy tradicional de Chile: La Pampilla. Y lo que ocurría en los últimos tiempos era una avalancha de jóvenes mujeres, y otras no tan jóvenes, que iban en tropel, desde Santiago, para arrebatar el cetro y coronarse reina. Iban, procedentes del mundillo de la ‘farándula’, para sumar honores a sus carreras de oropel. Pero esta vez, la votación popular decidió otra cosa. Nada de Fanny Cuevas (una ex reality sin talentos conocidos), Anita Alvarado (conocida como “La Geisha” por haber ejercido la prostitución en Japón), Camila Nash (participante de un programa juvenil, en el canal oficial TVN, llamado ‘Calle 7’) y Catalina Palacios (ex animadora de un programa juvenil en el canal privado Chilevisión, llamado ‘Yingo’). No, La Pampilla no es trofeo de relumbrón, algo de pueblerinos que ‘las de la capital’ van a arrebatarlo. No. Hay que ganárselo, parece que dijo esta vez la gente de allá, con otros atributos. Se hizo respetar. Por eso, todas las mencionadas debieron regresar a Santiago derrotadas, en una aventura que, a partir de ahora, no fructificará tan fácilmente. La decisión popular optó por alguien conocido allá, que ‘jugaba de local’ (como dirían los comentaristas deportivos), lejana de la ‘farándula santiaguina’, una Contadora y estudiante de último año de Periodismo, llamada Claudia Tarbuskovic (foto). Me gustó que La Pampilla diera esa señal, ‘fuerte y clara’. La Miss Chile 2012, Camila Recabarren, coronó a la nueva soberana de La Pampilla.

‘El canario’ de Katherine Mansfield

¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: “Antes allí debía de colgar una jaula”. Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

…No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la baranda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.

¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol de la goma. Entonces le murmuraba: “¿Ya estás aquí, amor mío?”. Y en aquel instante parecía brillar sólo para mí. Parecía que lo comprendiera…; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.

…Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:

–¿Ya estás aquí, amor mío?

Desde aquel instante fue mío.

…Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: “¡Señora! ¡Señora!”. Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres muchachos pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba una verdadera diversioncita nuestra. Solía poner una hoja de periódico en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. “Eres un verdadero comediante”, le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio chile. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era, de natural, de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y sólo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: “Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren”. Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza… ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.

…Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres muchachos que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los periódicos. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así, que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban “el adefesio”. No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: “¿Sabes cómo la llaman a tu señora?”. Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.

…¿Has tenido pájaros alguna vez?… Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: “¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario”. No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como que al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: “He soñado un sueño horrible” o “Protégeme de la oscuridad”. Estaba tan asustada, que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil “¡Tui-tuí!”. La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. “¡Tui-tuí!”, volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: “Aquí estoy, señora mía: aquí estoy”. Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.

…Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que yo tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.

Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía?

Katherine Mansfield (foto)

El reality ambiental de mundos opuestos

Angélica Sepúlveda es una mujer dura. Protagonizó el reality del Canal 13, Mundos Opuestos, justamente por ser ruda. En especial, porque su dureza la expresaba contra sus compañeros de aventura. A todos los despreció, cuando intentaban integrarla a sus juegos o los actos recreativos, en el sitio del encierro del reality. Siendo la favorita para ganar, en el género femenino, decidió retirarse de la penúltima prueba en que se decidía la finalista. Y dijo que la prueba era inadecuada (¿o temió perder ante Viviana Flores?), y que en la edición del reality la hicieron quedar mal. Que le habían creado una imagen de rara, de asocial. Creo que se equivoca, porque fue ella la que despreció a sus compañeros todo el tiempo, y generó tal grado de tensión en su corazón, que no pudo con eso. Hasta peleó con Martín Cárcamo, un animador del Canal 13. Hoy es la final del reality, y los favoritos para ganar son: Viviana Flores, en mujeres, y en hombres Sebastián Roca. Angélica, la persona, fue menos dura que la “chica ruda” que quiso proyectar, un personaje que ella inventó de ella misma, para apabullar a los demás, y terminó siendo apabullada por su propio fantasma.

María Ignacia Benítez es la ministra de Medio Ambiente quien, al parecer, ha sido asesora y consultora de muchas empresas que han tenido o tienen sumarios ambientales, o han tenido o tienen problemas sanitarios. Recientemente se supo que en el caso de la planta de Agrosuper, ubicada en Freirina, donde la población protestó con paralización de vías por los olores fétidos de la planta de engorde de 500 mil cerditos, la señora María Ignacia Benítez trabajaba en la firma Gestión Ambiental Consultores que dio el visto bueno para instalarse ahí, con los procedimientos que provocaron el colapso social. Y ahora se sabe que también participó en la asesoría medioambiental a la termoeléctrica de Endesa, ubicada en la población de Punta Alcalde, en Huasco. Por haber sido asesora de Endesa, se declaró impedida, ante las protestas de la población por la puesta en funcionamiento de esa planta a carbón. Tienen razón quienes consideran una desinstitucionalización, tal vez velada, del ministerio de Medio Ambiente, por la presencia de una ministra impedida para actuar en casos de conflicto, porque ella ha sido asesora de casi todo, y el conflicto es de ella en estos mundos opuestos: su conflicto de intereses. (¿Acaso es la ministra la que está contaminada?)

‘Cuando el árbol voló’ de Ivonne Recinos

La figura menuda de Chico Méndez se dibujaba en la calle semidesierta aquella mañana radiante del mes de febrero. Había dormido poco y mal. Su mujer lo asediaba con el asunto de los pájaros y el árbol de aguacates, además pensaba mucho en el negocio, en el camión, en el permiso de conducir, en fin, en todo eso que lo mantenía con la cabeza revuelta. Al doblar la esquina se encontró con unos niños que jugaban.

–¡Adios Chico!

–¿Qué tal, quién va ganando?

–¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!

–Cuéntenos un cuento, Chico, si, por favor, cuéntenos!

Vinieron unas cuantas ideas fugaces de historias y enredos a la cabeza de Chico Méndez.

El pueblo parecía el mismo a pesar de que las mujeres dela Hermandadde Nuestra Señora del Carmen y las dela Cofradíadela Virgendela O, habían dispuesto pintar sus casas con franjas de color negro, el mismo color que ellas usaban en su ropa, todo como protesta por la escandalosa conducta del doctor, quien, a sus años, no respetaba las leyes de la decencia y la moral de aquel pueblo honrado, porque a pesar de estar casado con la honorable viuda que le había brindado amor, casa, dinero y posición cuando él llegó al pueblo sin nada mas que tres cajas de libros y una maleta de ropa, era capaz de mantener relaciones amorosas y públicas con su comadre, una mujer joven, casada y cuyo hijo más pequeño era hijo del mismo doctor, según aseguraban las lenguas de algunas comadres.

Chico Méndez miró el cielo despejado de nubes, dos zopilotes volaban alto, calculó que arriba de las carnicerías del mercado, miró las casas pintadas de negro y pensó en el parecido entre esas mujeres santulonas y los zopilotes, negros ellas y ellos, dispuestos todos a caer sobre la presa en el momento apropiado. El médico había dado mucho al pueblo, empezando por la salud, las mejoras al edificio de Sanidad Publica,la Farmacia Popular,la Cruz Roja, etc., pero esas mujeres habían visto solo lo malo. Los niños lo sacaron de sus pensamientos.

–¡Si Chico, un cuento!

Pero Chico no estuvo entonces como para entretenerse contándoles historias a los niños.

–Será otro día.

–¿A dónde va Chico?

–Ala Miscelánea Vaides.

Y se alejó, nuevamente perturbado por la inquietud que en su mujer provocaban los pájaros y el árbol de aguacates.

Enla Miscelánea Vaides, compró cola para pegar y una brocha. De paso por la panadería, compró también una lata vacía de manteca y se dirigió sin prisa a su casa. Caminaba pensando cómo ejecutaría su plan y en la cara de su mujer cuando este diera resultado. Llegó y se instaló en el patio.

–¡Mirtala!

Llamó y una voz le respondió desde la cocina.

–¡Tráeme unas brasas!

La mujer apareció con una vieja tapatera de lata rebosante de brasas. Chico traía ya la lata de manteca llena de agua. Instaló la lata sobre el improvisado brasero y se fue a buscar la escalera, la trajo y la recostó en el árbol de aguacates que a esa hora todavía no era visitado por los pájaros. Cuando el agua empezó a hervir, echó la cola de pegar y principió a removerla con un palo. La cola se deshizo y entonces Chico esperó que enfriara.

Después de almorzar se subió en la escalera, brocha en una mano y un viejo bote de pintura lleno de cola en la otra, empezó a embadurnar las ramas del árbol. Cuando estuvo todo el árbol untado de cola, Chico bajó de la escalera, se acostó en la hamaca del corredor y se quedó dormido. Un escandaloso ruido de alas agitándose y pájaros graznando lo despertó y entonces vio aquella bandada de zanates que oscurecía el patio y que sacudía las ramas y el árbol entero, sintió como la tierra empezaba a moverse, a temblar y no atinaba a explicarse lo que estaba ocurriendo. Su mujer salio del cuarto, atemorizada por el movimiento de la tierra y en ese momento, frente a los ojos de ambos, la bandada de zanates, tras sacudir fuertemente el árbol de aguacates, lo arrancó de raíces, lo levantó en vilo por el aire y se alejo volando, llevándose para siempre y en sus narices, la única fuente de ingresos que tenían después de que a Chico le cancelaron el permiso de conducir por haber perdido un ojo cuando se le infectó el herpes, y todo porque el doctor ya no está en el pueblo por culpa de esas mujeres escandalosas y mal agradecidas.

Ivonne Recinos (foto)