“Me has alegrado la vida como si fueras un manojo de rosas”.
Cuando ella oyó estas palabras levantó la vista, pero no vio que hubiera movido los labios. Entonces, no supo de dónde habían salido aquellas palabras. Se quedó mirándolo, no a los ojos sino a los labios. Le sonrió con una sonrisa que era más de miedo que de alegría.
Se movió a través de la ventana, pero el hombre permanecía allí, parado, mirándola a ella. Como si le hubiera traído una razón, una encomienda, o un atado de esquelas de amor. Ambos siguieron en la ventana, ella en su cuarto y él afuera, en la calle. Como si la luz y la penumbra los mantuviera unidos por un haz secreto de energía. ¡Madre!, dijo ella, me dijo algo, pero no lo veo mover los labios.
¡Madre!, volvió a decir, me dijo algo. De la casa sólo se oía el tintineo de la loza, como si la mamá estuviera lavando los platos. Ella seguía allí, con el reflejo de los largueros dibujado en los senos. Él estaba del otro lado, como levitando de amor, entretenido por esa felicidad que produce el encuentro de las miradas. Sabía, en el fondo, que ella ahora le correspondía. Sentía que era la primera vez que lo miraba así, sin quebrar la mirada, sin bajar los párpados, sin el pestañeo del rechazo. Se quedó allí parado con el deseo vehemente de traspasar la ventana. De limar el impedimento de los barrotes. Deseoso. Tangible. Corporal. Enriquecido en su ser por esa maravilla que lo suspendía en el aire al estar enamorado. Ella volvió a sonreírse como esperando que la madre escuchara lo que decía. “Me ha hablado, pero no lo veo mover los labios”.
Ella sabía que cuando se le presentaba en la ventana con una barra de chocolate o con una bolsa de almendras, era la clara demostración de amor. Se movió como queriendo salirse de esa luz que la sujetaba a la ventana. Se acordó que el día anterior le había llevado una mariposa que aleteaba en sus manos.
Tenía la frase en sus labios, pero la dejó en ellos para no estropearla, para que no se quebrara como se podrían quebrar las alas de la mariposa que le había entregado el día anterior. La dejó allí mirándola con esa actitud de quien contempla la estampa de una virgen.
“¡Madre!, volvió a decir, es cierto lo que te dije”. Caminó del cuarto al comedor buscando a la madre que acomodaba unas copas de vino en el bar de la casa. “Es cierto madre, me dijo algo”. La madre levantó los ojos y pensó que la hija se había enamorado. Son ilusiones tuyas, qué te pudo decir. Y siguió acomodando las copas con la delicadeza con que se pulsan las teclas de un piano.
“¡Convéncete, dijo la madre, convéncete de que es mudo. Mudo de nacimiento para más señas!” La madre comprendió que la hija, por primera vez, se había enamorado. Pero de tantos pretendientes que merodeaban por la ventana, ella, su hija, había escogido a este hombre. Al mudo del barrio. Al que se veía ir y venir por la calle sin estropear las palabras. La madre también quiso manejar en su interior la posibilidad de que el hombre que le había interesado a la hija, al entregarle las rosas que le traía a la ventana, hubiese hablado. Mas, ello no era posible, volvió a decirse cuando despertó. Este hombre nunca ha hablado.
Siempre era así, le traía a la ventana una bolsa de café con media libra de azúcar o unas flores combinadas con ramas y hojas del jardín más próximo.
Ella no lo miraba a los ojos, más bien, miraba los labios esperando que le brotaran las palabras. Así entre nerviosa y tímida, entre recatada y enamorada le recibía los presentes.
Él, del otro lado de la ventana, bajo el sol o la lluvia. Suspirando y aguardando que ella entornara la hoja de la ventana y dejara rosar sus senos al viento. A veces sonreía y se quedaba por horas allí anclado como una barca liviana en las aguas de la playa.
“¡Mamá, dijo algo, pero no lo veo mover los labios!”. Pero ahora lo pensó, esperando que la madre, en un acto de fe, aceptara que él, en realidad, impulsado por el amor, le estuviese hablando.
Se sentó con la madre a la mesa y compartieron un café con leche, unas tostadas, un pedazo de queso, que era la ración de cada una, antes de acostarse.
Se encerró en su habitación pensando que lo había visto mover los labios. Quería armar la frase que se ajustara al momento de ese encuentro, unir el espacio de la ventana y la calle y encontrar el tema de la conversación que podrían compartir, luego de la declaración de amor.
Soñó esa noche que habían estado en la playa y que él no paraba de hablar en el atropello de las olas y las espumas que mojaban sus pies.
Por la mañana, se levantó con prontitud y fue directo a la ventana. Abrió las hojas de manera sorpresiva y encontró, pendida de los torneados barrotes, una jaula con un pajarito que se columpiaba en una cuerda de alambre, sin canto.
Andrés Elías Flórez Brum (foto)
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