Historia para una ventana, de Pía Barros

Hay que ir, rápido, pronto estará oscuro del todo y no podrá ver el acercamiento del cigarrillo y el color de la camisa limpia que trae puesta.

Empezó hace mucho, cuando se desvestía presurosa intentando no romper la secuencia lunes-viernes. Lo vio aunque fuese sábado y las monjas no estuvieran y sólo su padre y el resto de la familia continuaran esa alicaída y ritual sobremesa de campo en el verano. (¿Seguirá subiendo el dólar?… Ese cuento de los desaparecidos me tiene hasta la coronilla…) Lo vio desde lejos y se zambulló en las sábanas con el temor de que descubriera el recién estrenado sostén que se quitó bajo las ropas de la cama sin apartar los ojos de esas pupilas que se le adherían a través del vidrio.

Ha aprendido el lenguaje silencioso de sábado a domingo, verano a verano, quitándose las ropas lenta (un verano hasta el sostén), y a espiar curiosa la reacción del muchachito que crece tras el cristal siempre manchado por las últimas lluvias.

Luego ha sido desnudarse por entero y quedar así, a merced del desconocimiento y el temor. Otro verano, adivinarse centímetro a centímetro la piel que le escuece al sentir que la observan y palparse con deleite la curva del seno ante la brasa de cigarrillo adolescente.

En el colegio acostumbraba sonreír sin motivo, lejana, con la sensación de que todo podría sospecharse y ya no le pertenecería. Deambulaba nuevas caricias, innovaba para llegar el sábado hasta los ojos que se acercaban cada vez más, porque ahora muchacho, brasa y cigarrillo se apoyaban sobre los palos de la verja. Ella descendía los dedos, paseaba sobre el borde del calzón y jugaba a inventarse, a ser cabalgada por esa tácita convención de silencio en la ventana.

Ha visto el pantalón tensarse una vez y esa ha sido la recompensa esperada cada sábado, lo soñado de lunes a viernes entre hábitos negros y pasos sigilosos, entre genuflexiones y cruces aterradoras a la cabecera de la cama.

Su yegua ha tratado de encontrarlo entre las espigas y ese vaho deformador del horizonte que ostenta enero como un símbolo. Siempre está lejos, rodeado de otros peones que pasean el trigo o encierran las vacas. En la distancia, sus ojos la retenían, la replegaban a su sitio tras la ventana y la oscuridad.

Silvia come poco y rápido. Espera luego en su cuarto las pisadas que harán crujir las ramas. Lo ve apoyarse, buscar en los bolsillos, encender un cigarro y ella entonces puede empezar a desnudarse, esta vez incluir el calzón, los dedos rozando el vello del pubis, los ojos aferrados al cristal esperando los pequeños movimientos de los músculos faciales que la harán detenerse, continuar o languidecer.

Un gesto nuevo la hizo tenderse en la cama, las piernas abiertas al cristal, los dedos temblorosos… Un asentimiento enérgico la obligó a explotarse por primera vez (monjas-cruces-internado-infierno), y ahora no importó. Un gemido débil se le escapaba y él, al otro lado, se llevó un dedo a los labios adivinando el error. Ella calló ante el mandato. Unas gotas minúsculas resbalaban por sus sienes. Él la obligó a proseguir entre recuerdos de cruces delatoras y monjas devastadoramente negras. Lo vio y se vio estremecer en la retina negra a través de la ventana, con el pitillo colgando de los labios y las manos firmemente asidas a la cerca.

Mamá pregunta si ha pasado mala noche. No, es que como se acercan los exámenes… Sí, ya serás toda una señorita, hasta irás a la universidad…

No había contado con eso. Un año fuera, sin la ventana, sin el cigarrillo, sin esa presencia que la retrocede al secreto de su fuerza. Papá dice que marzo se acerca y que tiene una sorpresa… Ella tiene ganas de gritarle que no se moverá de casa sin la ventana, porque ahora los días son augurios de la noche tibia y soñarse el peso de un cigarrillo que trae todo…

Los primos, su cumpleaños y reunidos en el living, con esa enervante costumbre de alargar la sobremesa aferrando hasta el último hálito de los invitados, porque todos serán el obligado comentario de los atardeceres en que no hay más que cerros y verde, hasta que algo los vuelva a atraer y se truequen los hechos por otros hechos, por otros “¿Te acuerdas … ?”

El primo Alberto la ha seguido hasta su cuarto y la sorprende desvistiéndose ante la ventana. Le besa los pechos y ella horrorizada abraza los ojos al cristal y la brasa que descienden poco en la comisura, sorprendida como ella, estática, vejada… Es el primo que recorre con los dedos el borde de su ropa interior y abre sus pantalones para mostrarle algo que la asusta y desconcierta… Lo aparta, porque él no es el muchacho del cigarrillo, “Se lo diré mañana a papá”, “Total no importa, dice tu papá que tomarás el avión mañana en la noche, es una sorpresa que te hace falta, eres tan niña y no tienes mundo… se lo vas a agradecer después, cuatro años en Europa para estudiar…”. Pero el primo Alberto es empujado hasta la puerta.

Aterrada, sin ventana, sin el cristal manchado de lluvias anteriores… Un nuevo cigarrillo se enciende tras el vidrio. Cuatro años es toda una vida, casi como nunca más…

Desnuda, sin el breve calzón, se recorre con urgencia. Los pezones le arden… Se acerca al cuadrado transparente y lo abre de par en par. Él mira preguntando en la espera con los ojos y ella asiente. Entonces, con dos zancadas, brasa, cigarrillo y muchacho llegan hasta su piel.

De cerca tiene un vago olor a cebollas, ajo y sudor, pero no importa: cada detalle lleva años de suposiciones y atisbos de certeza.

Él cubre su boca al penetrarla para ahogar el quejido.

Por la mañana, revolviendo con desgano la taza de café de su desayuno, dice:

–Papá, creo que deberías despedir a Juan Avellaneda… Lo sorprendí espiándome.

–¿Estás segura?

Aprieta los labios, quiere llorar…

–Sí, estoy segura.

Mientras cierra las maletas mira el cigarrillo que se consumió y dejó su rastro de ceniza y surco negro en la madera de la mesita de noche.

Toma las maletas y sale.

La ventana la deja abierta.

Pía Barros (foto)

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