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‘Desde la hamaca del general’ de O. Domínguez

En su novela «El General en su Laberinto», García Márquez se reafirma como jefe único de relaciones públicas, prensa y similares del juego del ajedrez, el esperanto de la imaginación.

En efecto, mientras vive el Waterloo de su soledad en compañía de su fiel escudero José Palacios, quien no era un hombre sino una multitud, el general Simón Bolívar dedica parte de sus postreros ocios a mover las piezas del ajedrez con las cuales se había familiarizado en su segundo viaje a Europa.

Cuenta don Gabriel, el de Aracataca, que un fraile, enviado especial de Dios, Sebastián de Sigüenza, le prestaba a Bolívar «una ayuda encubierta. El fraile aceptó de buen grado, y lo hizo bien, dejándose ganar al ajedrez en las tardes áridas en que esperaban a los enviados de Urdaneta».

Acostumbrado a la infidelidad de sus amigos y a las zancadillas de sus enemigos criollos o importados, a Bolívar «poco le faltó para hacerse un maestro jugando con el general O’Leary en las noches muertas de la larga campaña del Perú”. Pero no se sintió capaz de ir más lejos. «El ajedrez no es un juego sino una pasión», decía. “Y yo prefiero otras más intrépidas». 

Mejor si tenían nombre de mujer. Manuelita, por ejemplo, quien ayudó a su cuchichuchi (el Libertador) a enrocar corto y fugarse por una ventana que sigue ahí, en la calle Décima, entre carreras Quinta y Cuarta, frente al teatro Colón, en Bogotá, a la espera de turistas que quieran tomarse selfis con ella.

¿Qué hizo el general Bolívar por el ajedrez? A pesar de que prefería pasiones de dos pies, lo incluyó en sus programas de instrucción pública, «entre los juegos útiles y honestos que debían enseñarse en la escuela. La verdad era que nunca persistió porque sus nervios no estaban hechos para un juego de tanta parsimonia y la concentración que le demandaba le hacía falta para asuntos más graves».

Precisamente, un bisnieto del anfitrión del Libertador en las minas de plata en Honda, Mr. Edward Nicholls, el fallecido maestro Boris de Greiff, fue uno de los protagonistas de una partida de ajedrez cubierta por el Nobel García Márquez, en casa de Fernando Gómez Agudelo.

(García Márquez no da el nombre del anfitrión, lo que en su momento “enfureció” a los Nicholls, que lo tienen bien averiguado y salieron al rescate de Mr. Edward. Palabra de Boris)

Con anterioridad, en su autobiografía amorosa, ‘El amor en los tiempos de cólera’, García Márquez, en un gesto que puso a los ajedrecistas del mundo a leer con pañuelo las penas y alegrías del amor de Fermina Daza, decidió que las dos primeros personajes que entran en escena, el médico Juvenal Urbino y el suicida antillano, fotógrafo de niños, Jeremiah de Saint-Amour, fueran rivales y cómplices en el juego que lleva la divisa de Los tres mosqueteros de Dumas, «Gens una summus» (somos una familia).

Y así como todo alcalde manda en su año, García Márquez manda en sus novelas. Por eso en su ‘Amor en los tiempos…’, puso al suicida a jugar ajedrez con su novia, la misma noche de su muerte. Ajedrez antes del suicido, un plato poco fácil de digerir.

Jeremiah perdió la partida con esta Judith Polgar de la literatura de Macondo, pero no se dio muchas ínfulas pues dijo que su costilla, «extraviado ya por las brumas de la muerte, movía las piezas sin amor».

Gabo ha sido también cronista ajedrezado: hace varios años cubrió en la casa de Fernando Gómez Agudelo, una partida entre el pianista vienés Paul Badura Skoda y el maestro Boris de Greiff. Ese encuentro lo ganó Boris y mereció una crónica en El Espectador, que el Nobel tituló, «La larga noche de ajedrez de Paul Badura Skoda».
Pasó el tiempo, regresó Badura, buscó a Boris en Coldeportes, lo citó a la misma casa de Agudelo, y en presencia del fallecido Otto, el Tigre de Amalfi, tío de Boris, el europeo se desquitó con sus manos de pianista.

Hay, pues, una insistencia feliz de parte de García Márquez en favor del ajedrez, una forma de ser felices sin abrir la boca. Y si el impulso que le dio el general desde su hamaca a esta pasión contribuye a que aumente la afición y se multipliquen los salones Maracaibo, «yo bajaré tranquilo al sepulcro», como diría el General.
Y ya para terminar, recordemos que apenas ocho palabras tiene la frase del crío Gabriel que se puede considerar ‘la primera piedra’ de lo que sería su Nobel de Literatura: “El Belga ya no volverá a jugar ajedrez”. 

La pronunció un domingo al abandonar, con su abuelo cómplice, la casa donde habían visto el cadáver del suicida europeo que había pasado a peor vida gracias a una sobredosis de cianuro, después de ver la película ‘Sin novedad en el frente’.

Para no desertar solo, le suministró a su perro idéntico menú.

El belga y el coronel disputaban partidas de ajedrez, “mudas e interminables”, en presencia del niño que en el fondo debió celebrar el suicidio del rival de su pariente. De regreso a casa, el coronel contó la salida de su nieto como una genialidad.
“Hoy me doy cuenta, sin embargo, de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito literario”, escribió Gabo en su autobiografía.

La familia del coronel no sólo aplaudió la metáfora, sino que a medida que la repetían ante familiares y visitantes, le iba sumando arandelas. Las versiones fueron tantas y tan disímiles que “terminaban por ser distintas de la original”, cuenta el fabulista.

Óscar Domínguez (foto)

‘Los crisantemos’ de John Steinbeck

John-steinbeck.jpgUna niebla invernal, gris y espesa separaba al Valle de Salinas del cielo y del resto del mundo. Era una densa bruma que se apoyaba por sus bordes en las crestas de las montañas, convirtiendo el valle en una olla tapada. En el fondo, donde el suelo era llano, los arados abrían surcos profundos por los que asomaba la tierra rica y rojiza. En las laderas de los montes, al otro lado del río Salinas, los campos de espigas amarilleaban como si estuvieran bañados en una pálida luz solar, pero esta no llegaba hasta allí. Los álamos y sauces que crecían apretados al borde del río, parecían gigantescas antorchas cuyas llamas eran sus hojas amarillas o pardas.
Era una hora tranquila, como de espera. El aire era frío, pero carecía de asperezas. Un viento flojo soplaba del sudoeste y los granjeros esperaban confiados la lluvia inminente; pero antes debía levantarse la niebla, porque la lluvia y niebla nunca van juntas.

En el rancho de Henry Allen, al pie de la montaña, entre esta y el río, había poco que hacer, porque todo el heno había sido segado y los campos estaban arados, en espera de la lluvia que los fecundase. Las reses que se encaramaban por los ribazos tenían un aspecto marchito y reseco como la misma tierra.

Elisa Allen, que trabajaba en su jardín, levantó los ojos un momento para mirar al otro lado del patio, donde Henry, su marido, hablaba con dos hombres que parecían agentes comerciales. Los tres estaban de pie, junto al cobertizo del tractor, los tres fumaban cigarrillos y los tres miraban el pequeño «Fordson» mientras hablaban. Elisa los contempló un momento y luego reanudó su trabajo. Tenía treinta y cinco años. Su cara era delgada y de expresión enérgica, y sus ojos claros y transparentes como el agua. Vestida de jardinera, con un sombrero masculino encasquetado hasta los ojos y un delantal de pana muy grande, en cuyos cuatro bolsillos guardaba las tijeras de podar, un rollo de alambre y otras herramientas de jardinería, su silueta aparecía pesada y torpe, carente de gracia femenina. Tenía puestos unos guantes de cuero para protegerse las manos mientras trabajaba.

Con unas tijeras cortas y fuertes estaba cortando los tallos de los crisantemos del año anterior, mientras de vez en cuando echaba otra ojeada a los tres hombres junto al tractor. Todo en ella revelaba energía y fuerza, hasta el modo de manejar las tijeras. Los frágiles tallos de los crisantemos parecían indefensos bajo sus implacables manos.

Apartó de los ojos un mechón rebelde, ensuciándose de tierra la frente con el dorso de la mano enguantada. A su espalda se alzaba la casita blanca, enteramente rodeada de geranios rojos. Era un edificio pequeño y limpio, cuyas ventanas brillaban como espejos. Ante su puerta podía verse una estera de cáñamo para limpiarse los zapatos antes de entrar.

Elisa volvió a mirar hacia el cobertizo. Los forasteros subían a su “Ford” coupé. Se quitó un guante e introdujo sus fuertes dedos en la masa de crisantemos que crecían en torno a los viejos tallos. Apartando hojas y pétalos examinó cuidadosamente los tallos nuevos en busca de orugas, insectos o escarabajos.

Se sobresaltó al oír la voz de su marido. Se le había acercado sin hacer ruido y se apoyaba en la cerca de espino que protegía el jardín de las incursiones de reses, perros o aves.

–¿Otra vez lo mismo? –preguntó él–. Veo que vas a tener una abundante cosecha este año.

Elisa se enderezó y volvió a ponerse el guante que se había quitado.

–Sí. Este año crecen con fuerza.

Tanto en el tono de su voz como en su expresión había cierta aspereza.

–Eres muy mañosa –observó Henry–. Algunos de los crisantemos que tenías el año pasado medían por lo menos un palmo de diámetro. Me gustaría que trabajases en la huerta y consiguieras manzanas de este tamaño.

A ella se le iluminaron los ojos.

–Tal vez podría. Es cierto que soy mañosa. Mi madre también lo era. Cualquier cosa que plantase, crecía. Solía decir que todo era cuestión de tener manos de plantador. Manos que saben trabajar solas.

–Desde luego, con las flores parece que te da resultado –dijo él.

–Henry: ¿Quiénes eran esos con quienes hablabas?

–¡Ah, sí! Es lo que venía a decirte. Eran de la Compañía Carnicera del Oeste, le he vendido las treinta reses de tres años. A un precio muy bueno, además.

–Me alegro –dijo ella–. Me alegro por ti.

–He pensado –continuó él– que, como es sábado por la tarde, podríamos ir a Salinas a cenar en un restaurante y después al cine… a celebrarlo.

–Me parece muy bien –dijo ella–. ¡Oh, sí! Muy bien.

Henry sonrió.

–Esta noche hay lucha. ¿Te gustaría ir a la lucha?

–¡Oh, no! –se apresuró ella a contestar–. No, no me gustaría nada.

–Era broma, mujer. Iremos al cine. Vamos a ver. Ahora son las dos. Voy a buscar a Scotty y entre los dos bajaremos las reses del monte. Eso nos entretendrá un par de horas. Podemos estar en la ciudad a eso de las cinco y cenar en el “Hotel Cominos”. ¿Qué te parece?

–Estupendo. Me encanta comer fuera de casa.

–Entonces, decidido. Voy a buscar dos caballos.

Ella contestó:

–Creo que me queda tiempo para trasplantar algunos esquejes entretanto.

Oyó como su marido llamaba a Scotty, junto al granero. Poco después vio a los dos hombres cabalgando por la ladera amarillenta, en busca de las reses.

Tenía un pequeño parterre para cultivar los crisantemos más jóvenes. Con una pala removió concienzudamente la tierra, la alisó y la oprimió con fuerza. Luego practicó en ella unos surcos paralelos. Cogió unos esquejes nuevos, les cortó las hojas con las tijeras y los dejó en un ordenado montón.

Un chirrido de ruedas y resonar de cascos llegaba a sus oídos desde el camino. Levantó la vista. La carretera seguía los bordes de unos campos de algodón que se extendían junto al río y por ella se aproximaba un curioso vehículo, de extraña traza. Era un viejo carromato de ballestas, cubierto con una lona, que recordaba vagamente los carros de las expediciones de pioneros del Oeste. Tiraban de él un viejo bayo y un burro diminuto de color gris, con manchas blancas en el pelaje. Lo conducía un hombre gigantesco, sentado entre las lonas de la abertura delantera. Debajo del carromato, entre las ruedas posteriores, caminaba un perro escuálido y sucio. La lona estaba pintada con grandes letras que decían: “Se arreglan potes, sartenes, cuchillos, tijeras, segadoras». El “se arregla” estaba escrito en letras más grandes. La pintura negra se había corrido dejando unos puntitos debajo de cada letra.

Elisa, todavía agachada sobre su parterre contempló con interés el paso del extravagante vehículo. El perro perdió de improviso su pasividad y echó a correr, adelantando al carro. Inmediatamente corrieron hacia él dos perros pastores del rancho, que no tardaron en darle alcance, luego, se detuvieron los tres y con gran solemnidad se olisquearon detenidamente. La caravana fue a detenerse con gran estrépito, junto a la cerca que separaba a Elisa de la carretera. Entonces el perro, como comprendiendo que estaba en minoría se retiró de nuevo bajo el carro con el rabo entre las piernas y los dientes al descubierto.

El conductor del carromato exclamó:

–Mi perro puede ser muy malo en una pelea, cuando quiere.

Elisa se echó a reír.

–Ya lo veo. ¿Y cuándo quiere?

El hombre coreó su risa con simpatía.

–A veces tarda semanas y hasta meses en decidirse –contestó. Apoyándose en la rueda, saltó al suelo. El caballo y el asno, al detenerse, parecían haberse marchitado como las flores sin agua.

Elisa pudo comprobar que era un hombre verdaderamente gigantesco. Aunque tenía muchas canas en la cabeza y en la barba no parecía muy viejo. Su traje negro, y muy gastado, estaba arrugado y cubierto de manchas de grasa. En cuanto dejó de hablar, la risa huyó de sus labios y de sus ojos. Eran unos ojos negros, llenos de toda la reflexión silenciosa que se encuentra en los ojos de los arrieros y de los marino. Su callosas manos, apoyadas en la cerca de espino estaban llenas de grietas, y cada grieta era una línea negrísima. Se quitó el sucio sombrero.

–Me he apartado de la carretera principal, señora –explicó–. ¿Conduce este camino, atravesando el río hasta la carretera de Los Ángeles?

Elisa se incorporó del todo y guardó las tijeras en uno de los bolsillos de su delantal.

–Pues, sí, pero primero da muchas vueltas hasta que finalmente atraviesa el río por un vado. No creo que sus animales sean capaces de vadearlo.

–Se sorprendería viendo lo que estos animales pueden llegar a hacer –contestó él con cierta aspereza.

–¿Cuándo quieren? –preguntó ella.

Él sonrió por un segundo.

–Sí. Cuando quieren.

–Está bien –dijo Elisa–. Pero creo que ganará tiempo retrocediendo hasta Salinas y tomando allí la carretera.

El hombre tiró con el dedo del alambre de púas, haciéndolo vibrar como cuerda de guitarra.

–No tengo ninguna prisa, señora. Cada año voy de Seattle a San Diego para regresar por el mismo camino. Dedico mucho tiempo a ese viaje. Unos seis meses en el camino de ida y otros tantos en el camino de vuelta. Procuro seguir el buen tiempo.

Elisa se quitó los guantes y los guardó en el mismo bolsillo que las tijeras. Se llevó la mano al borde del sombrero masculino con que se tocaba, intentando arreglar unos rizos rebeldes que asomaban.

–Esa forma de vivir parece que ha de ser muy agradable –observó.

El hombre se inclinó sobre la cerca con aire confidencial.

–Ya se habrá fijado en los letreros que hay en mi carro. Arreglo cazuelas y afilo cuchillos y tijeras. ¿Tiene algo de eso para mí?

–¡Oh, no! –se apresuró ella a contestar–. Nada de eso.

Sus ojos se habían endurecido súbitamente.

–Las tijeras son lo más delicado –explicó el hombre–. La mayoría de la gente las echa a perder sin remedio intentando afilarlas, pero yo tengo el secreto infalible. Patentado, incluso. Puede estar segura de que no hay sistema igual.

–No, gracias. Todas mis tijeras están afiladas.

–Está bien. Un cacharro, entonces –insistió el hombre, con tenacidad–. Un cacharro abollado o que tenga un agujero. Yo puedo dejárselo como nuevo y usted se ahorrará comprar otro. Siempre vale la pena.

–No –repitió ella–. Ya le he dicho que no tengo nada de eso.

El rostro de él adoptó una expresión de exagerada tristeza. Su voz se convirtió en un gemido lastimero.

–Hoy no he podido encontrar trabajo en todo el día. Como le he dicho, me he apartado de mi ruta acostumbrada. Mucha gente me conoce a todo lo largo del camino de Seattle a San Diego. Me guardan cosas para que las arregle o afile porque saben que lo hago muy bien y les permito ahorrar dinero.

–Lo siento –dijo Elisa con irritación–. No tengo nada para usted.

Él dejó de mirarla y contempló el suelo unos instantes. Su mirada vagó sin rumbo hasta detenerse en el parterre de crisantemos en que ella había estado trabajando.

–¿Qué plantas son esas, señora?

La irritación y el mal humor desaparecieron de la expresión de Elisa.

–Oh, son crisantemos, gigantes, blancos y amarillos. Los cultivo todos los años… los más grandes del contorno.

–¿Es una flor de tallo muy largo? ¿Con aspecto de nubecilla coloreado? –preguntó el buhonero.

–Exacto. ¡Y qué modo tan bonito de describirla!

–Huelen bastante mal hasta que uno se acostumbra –añadió él.

–Es un olor acre, pero agradable –protestó ella–. No diría yo que huelen mal.

El hombre se apresuró a cambiar de tono.

–También a mí me gusta.

–El año pasado conseguí flores de más de un palmo –siguió diciendo ella con orgullo.

El forastero se inclinó más sobre la cerca.

–Oiga. Conozco a una señora, junto a la carretera, que tiene el jardín más bonito que se ha visto nunca. Tiene toda clase de flores menos crisantemos. La última vez que le arreglé un cacharro me dijo: “Si alguna vez encuentra algunos crisantemos que valgan la pena, me gustaría que me trajera algunas semillas”. Eso fue lo que me dijo.

Los ojos de Elisa se iluminaron con súbito interés.

–Sin duda sabía muy poco de crisantemos. Pueden sembrarse, desde luego, pero es mucho más cómodo plantar esquejes pequeños, como éstos.

–¡Ah! –exclamó él–. Entonces supongo que no puedo llevarle ninguno.

–Claro que puede –contestó Elisa–. Le pondré unos cuantos en arena húmeda y usted se los lleva. Echarán raíces en el tiesto si procura mantenerlos siempre húmedos. Luego ella puede trasplantarlos.

–Estoy seguro de que la entusiasmarán, señora. ¿Dice usted que son bonitos?

–Preciosos –dijo ella–. ¡Oh, sí, magníficos! –Le brillaban los ojos. Se quitó el sucio sombrero y agitó sus cabellos rubios–. Los pondré en esta maceta vieja para que usted se los lleve. Entre en el patio, por favor.

Mientras el hombre atravesaba la verja, Elisa corrió excitada hasta la parte posterior de la casa. De allí volvió con un tiesto vacío, pintado de rojo. Se había olvidado de los guantes. Se arrodilló en el suelo junto al parterre y con las uñas escarbó en la tierra arenosa, llenando con ella la maceta vacía. Luego tomó un manojo de pequeños esquejes y los plantó en la arena húmeda, oprimiendo bien con los nudillos la tierra en torno a las raíces. El hombre estaba inclinado sobre su espalda.

–Le diré lo que debe que hacer –dijo ella, sin volverse–. Deberá recordarlo para poder decírselo a la señora.

–Sí; intentaré acordarme.

–Verá, echarán raíces dentro de un mes. Entonces atiene que sacarlos de aquí y plantarlos en tierra abonada, dejando un palmo de distancia entre uno y otro. –Tomó un puñado de tierra del parterre para que él viera bien–. Así podrán crecer aprisa y mucho. Y recuerde lo siguiente: en julio deberá cortarlos, a una altura de palmo y medio del suelo aproximadamente.

–¿Antes de que florezcan? –preguntó él.

–Sí; antes de que florezcan. –Su rostro estaba tenso y sus palabras indicaban gran entusiasmo por el tema–. Crecerán otra vez enseguida. Hacia finales de septiembre volverán a aparecer capullos.

–El cuidado de los capullos es lo más difícil –añadió vacilante–. No sé cómo explicárselo. –Lo miró a los ojos, como intentando averiguar si era capaz de comprenderla. Su boca estaba entreabierta, y parecía escuchar una voz interior–. Intentaré aclarárselo –dijo por fin–. ¿Ha oído decir alguna vez que hay gente que tiene «manos de jardinero»?

–No podría asegurárselo señora.

–Verá: sólo puedo darle una idea. Se comprende mejor cuando hay que arrancar los capullos sobrantes. Los cinco sentidos se concentran en las yemas de los dedos. Son los dedos los que trabajan… solos. Es una sensación muy particular. Se mira una las manos y comprende que actúan por su cuenta. Arrancan capullo tras capullo y no se equivocan nunca, ¿comprende? Los dedos del jardinero se compenetran con la planta. Es algo que se siente, como una sensación física, como un cosquilleo especial que sube por el brazo hasta el codo. Los dedos saben lo que tienen que hacer. Cuando se siente eso, es imposible cometer un error. ¿Comprende lo que le digo? ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?

Estaba arrodillada en el suelo, mirándolo. Su pecho subía y bajaba agitadamente.

El hombre encogió los ojos hasta reducirlos a dos rayitas minúsculas. Luego miró hacia otro sitio, meditabundo.

–Tal vez sí –murmuró–. Algunas veces por la noche, estando en mi carro…

La voz de Elisa se hizo más opaca. Lo interrumpió.

–Nunca he vivido como usted, pero sé lo que quiere decir. Cuando la noche es oscura… cuando las estrellas parecen diamantes… y todo está en silencio. Entonces parece que se flota sobre las nubes y que las estrellas se claven en el cuerpo. Eso es. Algo agradable, maravilloso… que se quisiera hacer durar eternamente.

Todavía arrodillada, sus dedos se aproximaron al negro pantalón del forastero, sin llegar a rozarlo. Luego su mano descendió al suelo y ella se agachó más, como si quisiera esconderse en la tierra.

–Lo explica de un modo muy bonito –murmuró él–. Sólo que cuando no se tiene nada para cenar no es tan bonito.

Ella se irguió entonces, con expresión avergonzada. Le ofreció el tiesto con las flores, depositándolo cuidadosamente en sus brazos.

–Tenga. Póngalo en el pescante de su carro, en un sitio donde pueda vigilarlo bien. Tal vez encuentra algún trabajo para usted.

Volviendo a la parte posterior de la casa, revolvió una pila de cacharros viejos, de los que escogió dos ollas de aluminio, muy estropeadas. A su regreso, se las entregó.

–¿Podría arreglarlas?

La actitud de él cambió, volviendo a ser profesional.

–Sí, señora; se las dejaré como nuevas.

Fue hacia su carromato de donde sacó unas herramientas, poniéndose a trabajar bajo la mirada atenta de Elisa. La expresión de su boca era firme y tranquila. En los momentos más delicados de su trabajo se mordía el labio inferior.

–¿Duerme usted en el carro? –le preguntó Elisa.

–En el carro, sí, señora. Llueva o haga sol, el carro es mi casa.

–Debe ser muy agradable –dijo ella–. Muy agradable. Me gustaría que las mujeres pudiéramos hacer esas cosas.

–No es una vida adecuada para una mujer.

Ella levantó ligeramente el labio superior, mostrando los dientes.

–¿Cómo lo sabe? ¿Por qué está tan seguro? –preguntó.

–No lo sé, señora –protestó él–. Claro que no lo sé. Aquí tiene sus ollas, igual que cuando las compró. No tendrá que adquirir otras nuevas.

–¿Qué le debo?

–Oh, con cincuenta centavos será suficiente. Procuro mantener precios baratos y trabajar bien. Así es como tengo muchos clientes a todo lo largo del camino.

Elisa fue a buscar la moneda de cincuenta centavos, que depositó en su palma extendida.

–Le sorprendería saber que yo podrá ser una rival para usted. Yo podría demostrarle lo que una mujer es capaz de hacer.

Él guardó el martillo y las demás herramientas en una caja de madera, con gran parsimonia.

–Sería una vida demasiado solitaria para una mujer, señora, y pasaría mucho miedo cuando se colasen animales de todas clases, por la noche, dentro del carro. –Se encaramó en el pescante, apoyándose en la grupa del burro para subir. Una vez sentado tomó las largas riendas en una mano–. Muchísimas gracias, señora –dijo–. Haré lo que me aconsejó: retrocederé en busca de la carretera de Salinas.

–No se olvide –le recordó ella–. Si el viaje es largo procure conservar húmeda la arena.

–¿La arena, señora?… ¿La arena? Ah, sí, claro. Se refiere a los crisantemos. Desde luego, no se me olvidará.

Chasqueó la lengua y los dos animales levantaron las cabezas, haciendo sonar las campanillas de sus collares. El perro fue a situarse entre las ruedas. El carro describió una curva y empezó a moverse en la misma dirección por donde había venido, a lo largo del río.

Elisa permaneció en pie junto a la cerca, viendo alejarse el vehículo. Estaba inmóvil, con la cabeza y los ojos entornados. Sus labios se movían en silencio, formando las palabras: “Adiós, adiós”. Luego añadió más alto:

–¡Quién pudiera ir en la misma dirección… hacia la libertad!

El sonido de su propia voz la sobresaltó. Inquieta, miró en torno para asegurarse de que nadie la había oído. Los únicos testigos eran los perros. Levantaron sus cabezas, que yacían soñolientas en el polvo, la miraron un momento con indiferencia y volvieron a dormirse. Elisa se volvió del todo y se dirigió rápidamente hacia la casa.

En la cocina palpó las paredes del termosifón para asegurarse que tenía agua caliente disponible. Al ver que era así, se dirigió al cuarto de baño y se despojó de sus sucias ropas que arrojó a un rincón. Luego se frotó concienzudamente el cuerpo con un fragmento de piedra pómez, hasta que tuvo enrojecida la piel de sus brazos, muslos, vientre y pecho. Una vez seca se situó frente al espejo del dormitorio y estudió su cuerpo, levantado la cabeza y los brazos. Dando media vuelta, se miró la espalda por encima del hombro.

Al cabo de un rato empezó a vestirse, muy despacio. Se puso la ropa interior más nueva que tenía, sus mejores medias y el vestido de las grandes ocasiones. Se peinó cuidadosamente, se perfiló las cejas y se pintó los labios.

Antes de terminar su tocado oyó el rumor de cascos y las voces de Henry y su ayudante, que metían las reses en el corral. Oyó luego el portazo de la verja y se preparó para recibir a Henry.

Sus pasos sonaban ya en la casa. Desde el vestíbulo gritó:

–Elisa, ¿dónde estás?

–En el dormitorio, vistiéndome. Aún no estoy lista. Tienes agua caliente si quieres bañarte. Data prisa que se hace tarde.

Cuando le oyó chapotear en la bañera, Elisa extendió el traje oscuro de su marido sobre la cama, colocando a su lado una camisa limpia y unos calcetines. En el suelo dejó el par de zapatos que había limpiado. Luego salió al porche y se sentó a esperar. Miró hacia el río bordeado de álamos amarillentos, semiocultos en la niebla baja, que gracias al color de las hojas parecía estar bañada de sol o llena de fuego interior. Era la única nota de color en la tarde decembrina y grisácea. Elisa siguió inmóvil mucho tiempo, casi sin parpadear.

Henry salió, dando un portazo, y se acercó metiendo bajo el chaleco el extremo de su corbata. Elisa se irguió aún más y su expresión se endureció. Henry se detuvo bruscamente, mirándola.

–¡Caramba, Elisa! ¡Estás muy elegante!

–¿Elegante? ¿Crees que estoy elegante? ¿Y por qué lo dices?

Henry vaciló, algo sorprendido.

–No lo sé. Quiero decir que estás distinta, más guapa, más fuerte… más feliz.

–¿Fuerte? Sí, claro que soy fuerte. ¿Cómo se te ha ocurrido?

Él estaba perplejo.

–¿Qué juego te traes entre manos? Porque es un juego, ¿verdad? Pues insisto en que estás fuerte y guapa.

Momentáneamente Elisa perdió su rigidez.

–¡Henry, no te burles! Es muy cierto que soy fuerte –se jactó–. Nunca hasta hoy había comprendido lo fuerte que soy.

Henry miró hacia el cobertizo del tractor, diciendo:

–Voy a sacar el coche. Puedes ir poniéndote el abrigo mientras se calienta el motor.

Elisa entró en la casa. Le oyó poner en marcha el coche y conducirlo hasta la verja. Con mucha cala, se colocó el sombrero, dándole tironcitos por un lado y por el otro hasta que estuvo a su gusto. Cuando oyó que Henry cansado, paraba el motor, se puso rápidamente el abrigo y salió.

El pequeño automóvil descapotable inició su macha por la carretera polvorienta, siguiendo el curso del río, obligando a los pájaros a levantar el vuelo y a los conejos a huir a refugiarse en sus madrigueras.

Dos cigüeñas pasaron volando lentamente sobre las copas de los árboles y fueron a zambullirse en el río.

En mitad del camino, a lo lejos, Elisa divisó un punto oscuro. Sabía lo que era.

Procuró no mirar al pasar, pero sus ojos no la obedecieron. Pensó, llena de tristeza: “Podía haberlos arrojado fuera del camino. No le habría costado mucho. Pero ha querido conservar el tiesto –se explicó a sí misma–, porque le será útil. Por eso no los tiró fuera del camino”.

El coche dobló un recodo de la carretera y Elisa descubrió el carromato a lo lejos. Se volvió hacia su marido para no tener que mirar el lento vehículo tirado por dos casinos animales.

Pronto lo alcanzaron, dejándolo atrás al instante. Ella no quiso volverse.

Entonces dijo en voz alta, para ser oída sobre el estrépito del motor:

–Será agradable cenar fuera esta noche.

–Ya has vuelto a cambiar –exclamó Henry, separando una mano del volante para darle un cariñoso golpecito en la rodilla–. Tendría que llevarte a cenar fuera de casa con más frecuencia. Será mucho mejor para los dos. La vida en el rancho se hace pesada.

–Henry –preguntó ella, casi con timidez–. ¿Podríamos beber vino con la cena?

–¡Claro que sí!¡Vaya, es una idea estupenda!

Ella guardó silencio unos minutos. Luego dijo:

–Henry, en la lucha, ¿se hacen mucho daño?

–A veces sí, pero no siempre. ¿Por qué lo preguntas?

–Es que he leído que se rompen las narices y les corre sangre por el pecho. He oído decir que es un deporte salvaje.

Él se volvió a mirarla.

–¿Qué te pesa, Elisa? No sabía que leyeses esas cosas.

Detuvo el coche para maniobrar mejor al entrar a la carretera de Salinas, pasando el puente.

–¿Van algunas mujeres a la lucha? –siguió preguntando Elisa.

–Sí, desde luego. Dime de una vez qué te pasa Elisa. ¿Es que quieres ir? Nunca hubiese creído que te gustaría, pero si de veras te hace ilusión…

Ella se echó para atrás en el asiento.

–Oh, no. No, no quiero ir. Seguro que no. –Apartó el rostro de él–. Ya es bastante si tomamos vino con la cena. No hace falta más.

Se subió el cuello del abrigo para que él no se diera cuenta que estaba llorando… como una mujer débil y vieja.

John Steinbeck (foto) (Originalmente publicado en ‘Harper’s Magazine’, en octubre 1937)

 

‘Siete cuentos morales’ de J. M. Coetzee

Siete cuentos moralesAnna Kazumi Stahl escribió en la contraportada de ‘Siete cuentos morales’ del Nobel de Literatura 2003, J. M. Coetzee: “Nos proponen nada menos que repensar cómo interpretamos las consecuencias de nuestras decisiones cotidianas».

Creo que se acerca al sentimiento con que quedé tras la lectura de los siete cuentos editados por Penguin Random House, 123 páginas. No son, ciertamente, cuentos moralistas. No.

Son reflexiones, mediante las situaciones que narra, del significado de lo moral que nos acompaña en cada uno de nuestros actos. Porque son cuentos sencillos, sin grandes tramas, narrados bellamente con la fuerza de la sencillez que un Nobel puede imprimir.

El primero es tan simple como esto: la mujer que es acosada por el perro del vecino cada vez que pasa; ella les reclama a los dueños del animal, una pareja anciana ya, y ante la respuesta destemplada de los viejos ella tiene una reacción, que nos hace reflexionar. El segundo pone un signo de interrogación sobre lo que significa, y lo que puede ocurrir, cuando una mujer tiene, además del esposo, un amante. El tercero es el cuento de alguien que cuenta un cuento en el que se despojan los aditamentos para descubrir la tristeza humana.

Y así, van transcurriendo los textos, limpiamente escritos, claramente escritos, simples si se quiere, tachonados todos con pequeñas meditaciones, al estilo de: “El deseo puede hacer que quieras ascender a una montaña, pero no te lleva a la cumbre”, o “decimos que el alma es invisible si no podemos verla. Y eso dice algo sobre nosotros; no dice nada sobre el alma”, o “la vida no es una sucesión de opciones”.

Me gustaron todos los cuentos, o todos los textos. Tienen una sutileza que encanta. Y me hicieron pensar, una vez más, en que las hipérboles y los absurdos (burdos) del llamado ‘realismo mágico’, nos anularon la sensibilidad fina, y terminamos entendiendo solo lo grueso, lo obvio, lo gritado.

Esto es importante, porque estos textos de Coetzee son transparencias, nieblas, sutilezas. Me recordaron textos de Yasunari Kawabata.

Por último, los cuentos evitan esa fórmula según la cual “el final tiene que ser sorpresivo”, de acuerdo con lo postulado por Julio Cortázar: ganar por nocaut. En estos ‘Siete cuentos morales’ ninguno gana por nocaut. Todos ganan por finura, delicadeza, agudeza. Me quedo con esta ‘fórmula’ de J. M. Coetzee.

 

El cuento y el oficio de escribir

untitledHay una enormidad de conceptos sobre el oficio de escribir. Van los siguientes de escritores que han sabido destacarse en el exigente género del cuento. Son archiconocidas las palabras de Julio Cortázar del cuento como un round que se gana por nocaut, mientras la novela por puntos. También graficó el cuento como una esfera, y anotó que “el sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al acto de escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema tensión, lo que hace precisamente la perfección de la forma esférica”.

Juan Rulfo, ese genio mexicano de ‘El llano en llamas’ y ‘Pedro Páramo’, en sus muy escasas declaraciones dijo del oficio de escritor: “Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación. (…) Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta”.

No hay necesidad de introducir al enorme Jorge Luis Borges. Baste reproducir su percepción del oficio: “Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. (…) Es necesario que el escritor que escribe una fábula ‘por fantástica que sea’ crea, por el momento, en la realidad de la fábula”.

Por último, el premio Nobel de Literatura en 1982, Gabriel García Márquez, tiene sobre el oficio de escribir una bien clara concepción: “Si uno quiere ser escritor tiene que estar dispuesto a serlo veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año. ¿Quién fue el que dijo aquello de que si me llega la inspiración me encontrará escribiendo? Ese sabía lo que decía. Los diletantes pueden darse el lujo de mariposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a otra sin ahondar en ninguna, pero nosotros no. El nuestro es un oficio de galeotes, no de diletantes”.

Bob ‘Robert Allen Zimmerman’ Dylan

535088427LL170_MusiCares_PeHacía varios años que su nombre se barajaba entre los posibles ganadores del Nobel de Literatura. Este año no ocurrió, y lo ganó. Lo ganó «por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción». Reconocimiento a sus altas calidades poéticas este Nobel de Literatura. Otros galardones a sus calidades: el Príncipe de Asturias en el 2007 y el Pulitzer en el 2008. 

Una de sus canción: ‘Una dura lluvia que va a caer’

Oh, ¿dónde has estado, mi querido hijo de ojos azules? / ¿dónde has estado, mi joven querido? / He tropezado con la ladera de doce brumosas montañas, / he andado y me he arrastrado en seis autopistas curvadas, / he andado en medio de siete bosques sombríos, / he estado delante de una docena de océanos muertos, / me he adentrado diez mil millas en la boca de un cementerio, / y es dura, es dura, es dura, es muy dura, / es muy dura la lluvia que va a caer.

Oh, ¿y qué viste, mi hijo de ojos azules? / Oh, ¿qué viste, mi joven querido? / Vi lobos salvajes alrededor de un recién nacido, / vi una autopista de diamantes que nadie usaba, / vi una rama negra goteando sangre todavía fresca, / vi una habitación llena de hombres cuyos martillos sangraban, / vi una blanca escalera cubierta de agua, / vi diez mil oradores de lenguas estaban rotas, / vi pistolas y espadas en manos de niños, / y es dura, es dura, es dura, y es muy dura, / es muy dura la lluvia que va a caer.

¿Y qué oíste, mi hijo de ojos azules? / ¿Y qué oíste, mi joven querido? / Oí el sonido de un trueno, que rugió sin aviso, / oí el bramar de una ola que pudiera anegar el mundo entero, / oí cien tamborileros cuyas manos ardían, / oí diez mil susurros y nadie escuchando, / oí a una persona morir de hambre, oí a mucha gente reír, / oí la canción de un poeta que moría en la cuneta, / oí el sonido de un payaso que lloraba en el callejón, / y es dura, es dura, es dura, es muy dura, / es dura la lluvia que va a caer.

Oh, ¿a quién encontraste, mi hijo de ojos azules? / ¿Y a quién encontraste, mi joven querido? / Encontré un niño pequeño junto a un poni muerto, / encontré un hombre blanco que paseaba un perro negro, / encontré una mujer joven cuyo cuerpo estaba ardiendo, / encontré a una chica que me dio un arco iris, / encontré a un hombre que estaba herido de amor, / encontré a otro, que estaba herido de odio; / y es dura, es dura, es dura, es muy dura, / es muy dura la lluvia que va a caer. /
¿Y ahora qué harás, mi hijo preferido? / ¿Y ahora qué harás, mi joven querido?

Voy a regresar afuera antes que la lluvia comience a caer, / caminaré hacia el abismo del más profundo bosque negro, / donde la gente es mucha y sus manos están vacías, / donde el veneno contamina sus aguas, / donde el hogar en el valle encuentra el desaliento de la sucia prisión, / y la cara del verdugo está siempre bien escondida, / donde el hambre amenaza, donde las almas están olvidadas, / donde el negro es el color, y ninguno el número, / y lo contaré, lo diré, lo pensaré y lo respiraré, / y lo reflejaré desde la montaña para  que todas las almas puedan verlo, / luego me mantendré sobre el océano hasta que comience a hundirme, / pero sabré bien mi canción antes de empezar a cantarla, / y es dura, es dura, es dura, / es muy dura, / es muy dura la lluvia que va a caer.

https://youtu.be/-ex-m-eEKsg

‘El canalón’ de Heinrich Böll

heinrich bollEstuvieron despiertos mucho rato, fumando, mientras el viento se paseaba por la casa, arrancando pedazos de pared y haciendo caer piedras; del piso de arriba saltaban trozos de revoque que se estrellaban en la planta baja con estrépito.

Él sólo veía de la mujer una tenue silueta, un contorno rojizo, cada vez que se avivaban las brasas de los cigarrillos: la suave curva de sus pechos bajo la tela del camisón y el perfil de su cara en reposo. Al ver la fina hendidura de sus labios, aquella leve entalladura de su rostro, sintió una oleada de ternura. Habían sujetado bien las mantas a los lados, y se apretaban uno contra otro. Aquella noche no tendrían frío. Los postigos golpeaban y por los cristales rotos de las ventanas silbaba el viento. Lo que se oía arriba, entre los restos del tejado, eran verdaderos aullidos, y en algún sitio algo batía con fuerza contra una pared, algo duro y metálico, y ella murmuró:

–Es el canalón. Hace tiempo que está suelto. –Le asió la mano y prosiguió en voz baja– Aún no había estallado la guerra, yo ya vivía aquí, y cada vez que llegaba a casa y veía ese trozo de canalón colgando pensaba: “Tienen que mandarlo reparar”. Pero no lo mandaron reparar. Colgaba torcido, uno de los ganchos se había caído. Yo lo oía golpear cuando hacía viento, lo oía las noches de tormenta, desde esta cama. Vino la guerra y siguió igual. En la pared se veían las marcas del agua, un reguero blanco con los bordes gris oscuro, de arriba abajo, cerca de la ventana y, a derecha e izquierda, unas manchas redondas, con el centro blanco y aros grises alrededor. Después, me fui muy lejos, trabajé en Turingia y en Berlín, y cuando la guerra terminó y yo regresé, el canalón seguía igual. Media casa se había hundido, yo había estado lejos, había visto mucho sufrimiento, muerte y sangre. Me dispararon con ametralladoras desde unos aviones y pasé miedo, mucho miedo… y, mientras, ese pedazo… de zinc seguía colgando, echando la lluvia al vacío… porque la pared se había caído. Las tejas saltaron por los aires, los árboles fueron derribados, el yeso se desprendió de las paredes, cayeron bombas, muchas bombas, y ese pedazo de zinc seguía colgado de un solo gancho, sin ser alcanzado ni arrancado por la presión de las explosiones.

Su voz se hizo más suave, casi cantarina, y ella seguía oprimiéndole la mano.

–Mucho ha llovido durante estos seis años –dijo–. Mucha gente ha muerto, muchas catedrales se han hundido; pero cuando regresé el canalón seguía ahí, y las noches de viento lo oía golpear. ¿Me creerás si te digo que me gustaba?

–Sí –dijo él.

El viento había cesado, la noche estaba serena y el frío se hacía sentir. Se subieron las mantas y metieron los brazos. En la oscuridad ya no se divisaba nada, ni su perfil veía él, aunque la tenía tan cerca que sentía su respiración: el soplo ligero y cálido de su aliento era tranquilo y regular, y él pensó que se habría dormido. Pero, de pronto, dejó de percibirlo y buscó sus manos. Ella las asió con fuerza y él notó su calor y pensó que aquella noche no tendría que pasar frío.

De pronto, se dio cuenta de que ella estaba llorando. No se oía nada, sólo por el movimiento de la cama dedujo que ella se frotaba la cara con la mano izquierda, pero tampoco podía precisarlo y, sin embargo, sabía que lloraba. Se inclinó sobre ella y volvió a sentir su aliento, que parecía resbalarle por la piel como un suave fluido. Ni siquiera cuando le rozó la fría mejilla con la punta de la nariz pudo ver algo.

–Anda, échate –dijo ella en voz baja–. Vas a coger frío.

Él no se movía, quería verla, pero no vio nada hasta que, de pronto, ella abrió los ojos. Entonces vio el brillo de sus ojos y el débil fulgor de las lágrimas.

Ella estuvo llorando mucho rato. Él le tomó la mano y volvió a arrebujarse en la manta. Y le sostuvo la mano hasta que sintió que ella aflojaba la presión de los dedos y se soltaba lentamente. Él le rodeó entonces los hombros con el brazo, la atrajo hacia sí y también se quedó dormido y durante el sueño sus alientos se entremezclaban como caricias…

Heinrich Böll (foto)

 

Pablo Neruda; Lucía Hiriart; Raquel Argandoña

83821047.jpg_HYCTTabloid_09-23-2011_ALL_1_L433171Q.jpgPablo Neruda. No fue concluyente el análisis de la muerte del Nobel Pablo Neruda (foto), si causada por la bacteria ‘estafilococo dorado’, aparentemente inoculada por agentes de la vergonzosa dictadura del traidor, ladrón y asesino Augusto Pinochet, o por cáncer. El poeta murió el 23 de septiembre de 1973, tras el alevoso golpe militar. El conductor del poeta, Manuel Araya, dijo que no había muerto a causa del cáncer de próstata que padecía, sino asesinado. El Partido Comunista pidió esclarecer el punto, y el cuerpo del poeta fue exhumado en abril del 2013. Terminadas las diligencias judiciales, los restos del poeta estarán hoy en el Salón de Honor del Congreso en Santiago, y mañana la gente podrá velarlo ahí. Se anunció que asistirán Ricardo Lagos Weber, presidente del Senado, Guillermo Teillier, diputado y dirigente comunista, y el sobrino de Neruda, Rodolfo Reyes, entre otras personalidades. El martes será llevado de vuelta a Isla Negra, donde se inhumará definitivamente.

Raquel Argandoña. A más de una persona he oído preguntar qué hace Raquel Argandoña (foto) en raquel argandoñala televisión. Quién se mueve en la sombra para mantenerla ‘vigente’, esta vez en Chilevisión, con la emocionada exaltación de Francisca García-Huidobro. El aporte de esa señora es nulo, me dicen. Su aspecto es desagradable y el recuerdo vigente de haber sido parte de la Brigada Rosa, junto con Patricia Maldonado, en tiempos de la vergonzosa dictadura y del reinado en el mundo farandulero de Álvaro Corbalán. Es una mujer ignorante, suele armar escándalos y trata mal a los periodistas. En Canal 13 estuvo unos meses y no hizo nada sino cobrar un jugoso sueldo, pero pronto descubrieron que no servía para nada y la echaron. En Tvn, donde al parecer recalan todos los de aquella época, menospreciaba a todo el mundo. Y ahora está en Chilevisión…

Lucía Hiriart. Creada por doña Graciela Letelier Velasco, la esposa del entonces presidente Carlos Ibáñez del Campo, SANTO DOMINGO: Natalicio de Augusto Pinochet‘Cema Chile’ debía ayudar a las mujeres pobres mediante organizaciones de solidaridad. Pero en la vergonzosa dictadura que tuvo Chile entre 1973 y 1990, la esposa del tirano, Lucía Hiriart (foto), se declaró su presidenta vitalicia y las propiedades de la institución pasaron a ser su propiedad privada. Hoy, se reabrió una causa judicial que busca precisar malversación de caudales públicos, porque hubo ventas de bienes de Cema Chile cuyo fruto de las transacciones tuvo un destino privado, traicionando el sentido social original de la institución. El juez ordenó “que se identifican como recientes y que son indiciarios en demostrar la existencia de ventas de bienes de propiedad de la fundación Cema-Chile a terceros en diversas localidades del país; la inexistencia de registro del ingreso de esos dineros a la citada persona jurídica; la necesidad de contar con un registro total de esos mismos inmuebles, los que previamente le fueron donados por reparticiones públicas, tales como el Ministerio de Bienes Nacionales, el Servicio de Vivienda y Urbanismo y también por Municipalidades”.

‘Ojos de perro azul’ de Gabriel García Márquez

gabriel garcía márquezEl cuento que está por leer lo escribió Gabriel García Márquez (foto) en 1950. Hace 65 años. Tal vez su primer cuento conocido. En 1974, 24 años después de escribirlo, se juntó con otros cuentos y el libro tuvo el título de este cuento. Incluido en muchas antologías, ‘Ojos de perro azul’ sienta las ‘reglas del juego’ de sus fábulas y relatos posteriores: la línea invisible entre lo real y lo onírico, la vida y la muerte, lo fantástico y lo cotidiano. Escrito con soltura, este cuento vislumbra el escritor que habría de ser, cada vez mejor, y el tipo de historias que habrían de interesarle y habría de desarrollar, cada vez más intrincadas. Disfrútelo. JSA
Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: “Ojos de perro azul”. Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: “Eso. Ya no lo olvidaremos nunca”. Salió de la órbita, suspirando: “Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes”.
La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: “Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo. Y dijo: “No sientes el frío”. Y yo le dije: “A veces”. Y ella me dijo: “Debes sentirlo ahora”. Y entonces compren¬dí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. “Ahora lo siento”, dije. “Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana”. Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar (antes de que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta) hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella –sentada a mis espaldas– pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. “Te veo”, le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera¬ levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño; sin hablar. Y yo volví a decirle: “Te veo”. Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. “Es imposible”, dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: “Porque tienes la cara vuelta hacia la pared”. Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose y con el rostro sombreado por sus propios dedos. “Creo que me voy a enfriar”, dijo. “Ésta debe ser una ciudad helada”. Volvió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. “Haz algo contra eso”, dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije: “Voy a voltearme contra la pared”. Ella dijo: “No. De todos modos me verás como me viste cuando estaba de espaldas”. Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. “Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros, como si te hubieran hecho a palos”. Y antes de que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador y dijo: “A veces creo que soy metálica”. Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: “A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún mu¬seo. Tal vez por eso sientes frío”. Y ella dijo: “A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado”. Se acercó más al velador. “Me habría gustado oírte”, dije. Y ella dijo: “Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez”. La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida estaba dedicada a encontrarme en la realidad, a través de esa frase identificadora: “Ojos de perro azul”. Y en la calle iba diciendo, en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que habría podido entenderle:
“Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de perro azul”. Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: “Ojos de perro azul”. Pero los mozos le ha¬cían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: “Ojos de perro azul”. Y en los cristales empañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el índice: “Ojos de perro azul”. Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo. “Debe estar cerca”, pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: “Siempre sueño con un hombre que me dice: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y dijo que el vendedor le había mirado a los ojos y le dijo: “En realidad, señorita, usted tiene los ojos así”. Y ella le dijo: “Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo”. Y el vendedor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: “Ojos de perro azul”. El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: “Señorita, usted ha manchado el embaldosado”. Le entregó un trapo húmedo, diciendo: “Límpielo”. Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo “Ojos de perro azul” hasta cuando la gente se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.
Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. “Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte”, dije. “Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo siempre he dicho lo mismo y siempre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte”. Y ella dijo: “Tú mismo las inventaste desde el primer día”. Y yo le dije: “Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las re¬cuerdo a la mañana siguiente”. Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: “Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo”.
Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. “Me gustaría tocarte ahora”, dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asándose también como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón, donde se¬guía sentado, meciéndome en el asiento. “Nunca me habías dicho eso”, dijo. “Ahora lo digo y es verdad”, dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había des¬aparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: “No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito”. Y yo le dije: “Por lo mismo que yo no podré recordar mañana las palabras”. Y ella dijo, triste: “No. Es que a veces creo que eso también lo he soñado”. Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo sabía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el fósforo: “En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: ‘Ojos de perro azul’”, dije. “Si mañana las recordara iría a buscarte”. Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. “Ojos de perro azul”, sugirió, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: “Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor”. Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hubiera escrito en un papel y hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: “Estoy entrando”, y ella hubiera seguido con el pape¬lito entre el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer: “…en calor”, antes de que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza: “Así es mejor”, dije. “A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador”.
Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera una cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las co-sas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada.
Ahora, junto al velador, me estaba miran¬do. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pregunté por primera vez: “¿Quién es usted?” Y ella me dijo: “No lo recuerdo”. Yo le dije: “Pero creo que nos hemos visto antes”. Y ella dijo, indiferente: “Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto”. Y yo le dije: “Eso es. Ya empieza a recordarlo”. Y ella dijo: “Qué curioso. Es cierto que nos he¬mos encontrado en otros sueños”.
Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. “Me gustaría tocarte”, vol¬ví a decir. Y ella dijo: “Lo echarías todo a perder”. Yo dije: “Ahora no importa. Bastará con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos”. Y tendí la mano por encima del velador. Ella no se movió. “Lo echarías todo a perder”, volvió a decir, antes de que yo pudiera tocarla. “Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo”. Pero yo insistí: “No importa”. Y ella dijo: “Si diéramos vuelta a la almohada volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvida¬do”. Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: “Cuando despierto a media noche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: Ojos de perro azul”.
Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. “Ya está amaneciendo”, dije sin mirarla. “Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato”. Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable: “No abras esa puerta”, dijo. “El corredor está lleno de sueños difíciles”. Y yo le dije: “¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón”. Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: “Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo”. Y ella, un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo”. Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: “Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad”. Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: “De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar”.
Afuera el viento aleteó un instante, se que¬dó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. “Mañana te reconoceré por eso”, dije. “Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las pare¬des: ‘Ojos de perro azul’”. Y ella, con una sonrisa triste –que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable–, dijo: “Sin embargo no recordarás nada durante el día”. Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: “Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado”.

‘También los niños…’ de Heinrich Böll

Heinrich Böll–No puede ser –gruñó el centinela.
–¿Por qué? –pregunté.
–Porque está prohibido.
–¿Por qué está prohibido?
–Porque está prohibido, tú, está prohibido que los pacientes salgan.
–Pero yo –dije con orgullo– soy un herido.
El centinela me contempló despreciativo:
–Seguro que es la primera vez que te hieren, si no ya sabrías que los heridos también son pacientes, y ahora vete ya.
Pero yo no podía comprenderlo:
–Entiéndeme –le dije–, solo quiero comprarle pasteles a la niña esa…
Señalé hacia fuera, donde una pequeña y preciosa niña rusa estaba en medio de la nevada y vendía pasteles.
–¡Que te metas adentro!
La nieve caía silenciosa en los enormes charcos del oscuro patio de la escuela, la niña seguía allí, paciente, y repetía en voz baja: “Pahteleh… pahteleh…”.
–Oye tú –le dije al centinela–, se me hace agua la boca, deja pues que entre la niña.
–Está prohibido que entren civiles.
–Pero oye –le dije–, un niño no es más que un niño.
Me volvió a mirar despreciativo:
–O sea, que los niños no son población civil…
Era para desesperarse. La oscura calle vacía estaba envuelta por la nevasca y la niña seguía allí completamente sola y repitiendo: “Pahteleh…”, aunque no pasaba nadie.
Intenté salir sin más pero el centinela me agarró por la manga y se puso furioso:
–Oye tú –gritó–, lárgate o llamo al sargento.
–Eres un estúpido –le dije encolerizado.
–Sí –dijo el centinela, satisfecho–, cuando alguien sigue respetando las ordenanzas, para vosotros es un estúpido.
Me quedé todavía medio minuto en medio de la nevada y vi cómo los copos blancos se volvían lodo: todo el patio de la escuela estaba lleno de charcos, y en medio de ellos se veían pequeñas islas blancas como azúcar en polvo. De repente vi que la preciosa niña me hacía una seña con los ojos y aparentemente indiferente se iba calle abajo. La seguí por la parte interior del muro.
“Maldita sea”, pensaba, “¿seré verdaderamente un paciente?”. Y entonces vi que había un pequeño agujero en el muro, al lado del urinario, y delante del boquete estaba la niña con los pasteles. El centinela no nos podía ver aquí.
“El Führer bendiga tu respeto a las ordenanzas”, pensé.
Los pasteles tenían un aspecto magnífico: los había de castaña y de crema de mantequilla, roscas de levadura y nuégados en los que brillaba el aceite.
–¿Cuánto cuestan? –le pregunté a la niña.
Sonrió, me presentó la cesta y me dijo con su vocecita fina:
–Trehmarcohcinquentacá’uno.
–¿Todos?
–Sí.
La nieve caía sobre su delicado pelo rubio y lo espolvoreaba con un fugaz polen plateado, su sonrisa era sencillamente encantadora. La oscura calle detrás suyo estaba completamente vacía y el mundo parecía muerto…
Tomé una rosca de levadura y la probé. Sabía riquísima, estaba rellena de mazapán. “Ajá”, pensé, “por eso son tan caras como los demás”.
La niña sonrió:
–¿Bueno? –preguntó–, ¿bueno?
Asentí. El frío no me importaba. Tenía la cabeza reciamente vendada y me parecía a Theodor Körner. Probé además un pastel de crema de mantequilla dejando que aquella materia deliciosa se derritiese despacio en mi boca. Y una vez más se me hizo agua la boca…
–Ven –le dije en voz baja–, me los quedo todos, ¿cuántos tienes?
La niña empezó a contarlos cuidadosamente con un dedo pequeño, delicado y un poquito sucio, mientras yo devoraba un nuégado. Todo estaba muy silencioso y casi me parecía como si en el aire se meciesen suavemente los copos de nieve. La niña contaba despacio, se equivocó un par de veces, y yo seguía allí de pie, completamente tranquilo, y me comí dos pasteles más. Luego alzó de repente sus ojos hacia mí, tan terriblemente verticales que sus pupilas estaban por completo arriba y el blanco de sus ojos era azulenco como leche desnatada. Gorjeó alguna cosa en ruso, pero me encogí de hombros sonriendo y entonces se agachó y con su dedito sucio escribió un 45 en la nieve. Añadí los cinco que ya me había comido y le dije:
–Dame también la cesta, ¿sí?
Asintió y me pasó la cesta con mucho cuidado a través del boquete; yo le pasé dos billetes de cien marcos. Dinero teníamos de sobra, por un abrigo pagaban los rusos setecientos marcos y en tres meses no habíamos visto sino lodo y sangre, un par de putas y dinero…
–Ven mañana otra vez, ¿sí? –le dije en voz baja, pero ya no me oía, se había escabullido muy ágil y cuando metí tristemente mi cabeza por el boquete ya había desaparecido y sólo veía la silenciosa calle rusa, melancólica y completamente vacía: las casas de tejados planos parecían irse cubriendo poco a poco con la nieve. Mucho tiempo estuve así, como un animal que mira con ojos tristes desde detrás de la cerca, hasta que me di cuenta de que mi cuello comenzaba a agarrotarse y metí de nuevo la cabeza en el redil.
Y recién entonces olí que en ese rincón hedía espantosamente, a urinario, y los lindísimos pastelillos estaban todos cubiertos por la nieve como con una tierna capa de azúcar. Cansado, levanté la cesta y me dirigí a la casa, no sentía frío, me parecía a Theodor Körner y hubiese podido permanecer una hora más en la nieve. Me fui porque tenía que ir a alguna parte. Se tiene que poder ir a alguna parte, se tiene que poder. No se puede quedar uno quieto y dejarse helar.
A alguna parte se tiene que poder ir, aunque esté uno herido, en una tierra extranjera, negra, muy oscura…
Heinrich Böll (foto) (Título completo: ‘También los niños son población civil’) (Traducción de Ricardo Bada)