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‘El traje nuevo del Emperador’ de Hans C. Andersen

Han Christian AndersenHace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhánes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

–¡Deben ser vestidos magníficos! –pensó el Emperador–. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

“Me gustaría saber si avanzan con la tela”, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

“Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores –pensó el Emperador–. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él”.

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. “¡Dios nos ampare! –pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas–. ¡Pero si no veo nada!”. Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. “¡Dios santo! –pensó–. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela”.

–¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? –preguntó uno de los tejedores.

–¡Oh, precioso, maravilloso! –respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes–. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

–Nos da una buena alegría –respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

–¿Verdad que es una tela bonita? –preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

“Yo no soy tonto –pensó el hombre–, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta”. Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

–¡Es digno de admiración! –dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

–¿Verdad que es admirable? –preguntaron los dos honrados dignatarios–. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos –y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

“¡Cómo! –pensó el Emperador–. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso”.

–¡Oh, sí, es muy bonita! –dijo–. Me gusta, la apruebo. –Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: –¡oh, qué bonito! –, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. –¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!– corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: –¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhánes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

–Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, más precisamente esto es lo bueno de la tela.

–¡Sí! –asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

–¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva –dijeron los dos bribones– para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

–¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! –exclamaban todos–. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

–El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle –anunció el maestro de Ceremonias.

–Muy bien, estoy a punto –dijo el Emperador–. ¿Verdad que me sienta bien? –y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

–¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

–¡Pero si no lleva nada! –exclamó de pronto un niño.

–¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! –dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

–¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

–¡Pero si no lleva nada! –gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: “Hay que aguantar hasta el fin”. Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

Hans Christian Andersen (foto)

 

‘Fiesta de disfraces’ de Woody Allen

woody-allen2Les voy a contar una historia que les parecerá increíble. Una vez cacé un alce. Me fui de cacería a los bosques de Nueva York y cacé un alce.

Así que lo aseguré sobre el parachoques de mi automóvil y emprendí el regreso a casa por la carretera oeste. Pero lo que yo no sabía era que la bala no le había penetrado en la cabeza; sólo le había rozado el cráneo y lo había dejado inconsciente.

Justo cuando estaba cruzando el túnel el alce se despertó. Así que estaba conduciendo con un alce vivo en el parachoques, y el alce hizo señal de girar. Y en el estado de New York hay una ley que prohíbe llevar un alce vivo en el parachoques los martes, jueves y sábados. Me entró un miedo tremendo…

De pronto recordé que unos amigos celebraban una fiesta de disfraces. Iré allí, me dije. Llevaré el alce y me desprenderé de él en la fiesta. Ya no sería responsabilidad mía. Así que me dirigí a la casa de la fiesta y llamé a la puerta. El alce estaba tranquilo a mi lado. Cuando el anfitrión abrió lo saludé: “Hola, ya conoces a los Solomon”. Entramos. El alce se incorporó a la fiesta. Le fue muy bien. Ligó y todo. Otro tipo se pasó hora y media tratando de venderle un seguro.

Dieron las doce de la noche y empezaron a repartir los premios a los mejores disfraces. El primer premio fue para los Berkowitz, un matrimonio disfrazado de alce. El alce quedó segundo. ¡Eso le sentó fatal! El alce y los Berkowitz cruzaron sus astas en la sala de estar y quedaron todos inconscientes. Yo me dije: Ésta es la mía. Me llevé al alce, lo até sobre el parachoques y salí rápidamente hacia el bosque. Pero… me había llevado a los Berkowitz. Así que estaba conduciendo con una pareja de judíos en el parachoques. Y en el estado de Nueva York hay una ley que los martes, los jueves y muy especialmente los sábados…

A la mañana siguiente, los Berkowitz despertaron en medio del bosque disfrazados de alce. Al señor Berkowitz lo cazaron, lo disecaron y lo colocaron como trofeo en el Jockey club de Nueva York. Pero les salió el tiro por la culata, porque es un club en donde no se admiten judíos.

Regreso solo a casa. Son las dos de la madrugada y la oscuridad es total. En la mitad del vestíbulo de mi edificio me encuentro con un hombre de Neanderthal. Con el arco superciliar y los nudillos velludos. Creo que aprendió a andar erguido aquella misma mañana. Había acudido a mi domicilio en busca del secreto del fuego. Un morador de los árboles a las dos de la mañana en mi vestíbulo.

Me quité el reloj y lo hice pendular ante sus ojos: los objetos brillantes los apaciguan. Se lo comió. Se me acercó y comenzó un zapateado sobre mi tráquea. Rápidamente, recurrí a un viejo truco de los indios navajos que consiste en suplicar y chillar.

Woody Allen (foto)

‘El principiante’ de Charles Bukowski

charles bukowskiBien, dejé el lecho de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como encargado de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con Madge:

–Mira, nena, no tengo prisa por volver a ese hospital. Tendría que buscar algo que me apartara de la bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede hacer sino emborracharse? El cine no me gusta. Los zoos son estúpidos. No podemos pasarnos todo el día jodiendo. Es un problema.

–¿Has ido alguna vez a un hipódromo?

–¿Qué es eso?

–Donde corren los caballos. Y tú apuestas.

–¿Hay algún hipódromo abierto hoy?

–Hollywood Park.

–Vamos.

Madge me enseñó el camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el aparcamiento estaba casi lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.

–Parece que hay mucha gente –dije.

–Sí, la hay.

–¿Y qué haremos ahí dentro?

–Apostar a un caballo.

–¿A cuál?

–Al que quieras.

–¿Y se puede ganar dinero?

–A veces.

Pagamos la entrada y allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:

–¡Lea aquí cuáles son sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a que lo gane!

Había una cabina con cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por cincuenta centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y un folleto informativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos. Luego me explicó cómo tenía que hacer para apostar.

–¿Sirven aquí cerveza? –pregunté.

–Sí claro. Hay un bar.

Cuando entramos, resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco atrás, donde había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el folleto. Era sólo un montón de números.

–Yo sólo apuesto a los nombres de los caballos –dijo ella.

–Bájate la falda. Están todos viéndote el culo.

–¡Oh! Perdona.

–Toma seis dólares. Será lo que apuestes hoy.

–Oh, Harry, eres todo corazón –dijo ella.

En fin, estudiamos todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y luego fuimos por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas de seda tan brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes, pero los jinetes les ignoraban. Ignoraban a los aficionados y parecían incluso un poco aburridos.

–Ese es Willie Shoemaker –dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía a punto de bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en la gente que resultaba depresivo.

–Ahora vamos a apostar –dijo ella.

Le dije dónde nos veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares ganador. Todas las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no quería apostar. Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía: “¡Están en la puerta!”.

Encontré a Madge. Era una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en la línea de meta.

–Elegí a Colmillo Verde –le dije.

–Yo también –dijo ella.

Tenía la sensación de que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera que había hecho, parecía seguro. Y con siete a uno.

Salieron por la puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo Verde, muy tarde, Madge gritó:

–¡COLMILLO VERDE!

Yo no podía ver nada. Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego Madge empezó a saltar y a gritar:

¡COLMILLO VERDE! ¡COLMILLO VERDE!

Todos gritaban y saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.

–¿Quién ganó? –pregunté.

–No sé –dijo Madge–. Es emocionante, ¿eh?

–Sí.

Luego, pusieron los números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y un 3 tercero.

Rompimos los boletos y volvimos a nuestro banco.

Miramos el folleto para la siguiente carrera.

–Apartémonos de la línea de meta para poder ver algo la próxima vez.

–De acuerdo –dijo Madge.

Tomamos un par de cervezas.

–Todo esto es estúpido –dije–. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo distinto. ¿Qué pasó con Colmillo Verde?

–No sé. Tenía un nombre tan bonito.

–Pero los caballos no saben cómo se llaman… El nombre no les hace correr.

–Estás enfadado porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras.

Tenía razón. Las había.

Seguimos perdiendo. A medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer muy desgraciada, desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban contigo, te empujaban, te pisaban y ni siquiera decían “perdón”. O “lo siento”.

Yo apostaba automáticamente, sólo porque ella estaba allí. Los seis dólares de Madge se acabaron al cabo de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy difícil ganar. Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no pensaba en las probabilidades.

En la carrera principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había ganado su última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge cerca de la curva final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y Claremount III estaba 25 a uno. Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel. Doblaron la curva y el anunciador dijo:

–¡Ahí viene Claremount III!

Y yo dije:

–¡Oh, no!

–¿Apostaste por él? –dijo Madge.

–Sí –dije yo.

Claremount pasó a los tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que parecían unos seis largos. Completamente solo.

–Dios mío –dije–, lo conseguí.

–¡Oh, Harry! ¡Harry!

–Vamos a tomar un trago –dije.

Encontramos un bar y pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.

–Apostamos por Claremount III –dijo Madge al del bar.

–¿Sí? –dijo él.

–Sí –dije yo, intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del hipódromo.

Me volví y miré el marcador. CLAREMOUNT se pagaba a 52,40.

–Creo que se puede ganar a este juego –le dije a Madge–. Sabes, si ganas una vez no es necesario que ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte cubierto.

–Así es, así es –dijo Madge.

Le di dos dólares y luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos. Miré el tablero.

–Aquí está –dije–. LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por Lucky Max es que está loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta.

Fuimos a recoger mis 52,40.

Luego fui a apostar por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos dólares con el ganador.

Fue una carrera de kilómetro y medio, con un final de carga de caballería. Debía haber cinco caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis. Indicaron cuál era el primero:

6.

Oh Dios mío todopoderoso. LUCKY MAX.

Madge se puso loca y empezó a abrazarme y besarme y dar saltos.

También ella había apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba 22,80 dólares. Le enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar. Aún servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.

–Dejemos que se despejen las colas –dije–. Ya cobraremos luego.

–¿Te gustan los caballos, Harry?

–Se puede –dije–, se puede ganar, no hay duda.

Y allí estábamos, bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel camino del aparcamiento.

–Por amor de Dios –le dije a Madge–, súbete las medias. Pareces una lavandera.

–¡Uy! ¡Perdona papaíto!

Mientras se inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor que esto.

Jajá.

Charles Bukowski (foto)

 

‘La amada no enumerada’ de Heinrich Böll

Heinrich_BollEllos han remendado mis piernas y me han dado un puesto en que puedo estar sentado: cuento las gentes que pasan por el nuevo puente. Les da gusto atestiguar con número su habilidad, se embriagan con esa nada sin sentido de un par de cifras, y todo el día, todo el día, marcha mi boca muda como la maquinaria de un reloj, amontonando cifras sobre cifras, para regalarles por la noche el triunfo de un número. Sus rostros resplandecen cuando les comunico el resultado de mi turno de trabajo; cuanto más alto es el número, tanto más resplandecen sus rostros y tienen motivo para acostarse satisfechos en la cama, pues muchos miles pasan diariamente por su nuevo puente… Pero sus estadísticas no están bien. Me da mucha pena, pero no están bien. Soy un hombre en quien no se puede confiar, aunque entiendo que despierto la impresión de lealtad.

En secreto me produce alegría quitarles uno de vez en cuando, y luego también, cuando siento compasión, regalarles un par de más. Su felicidad está en mi mano. Cuando estoy furioso, cuando no tengo nada que fumar, indico solamente el término medio, algunas veces por debajo del término medio, y cuando mi corazón late, cuando estoy contento, dejo que mi generosidad fluya en un número de cinco cifras. ¡Son tan felices! Me arrancan en cada ocasión el resultado de mi mano y sus ojos se iluminan y me dan palmaditas en el hombro. ¡No sospechan nada! Y luego empiezan a multiplicar, dividir, porcentualizar, yo no sé qué. Calculan cuántos pasarán hoy cada minuto por el puente y cuántos pasarán en diez años por el puente. Aman el segundo futuro; el segundo futuro es su especialidad y, sin embargo, me da mucha pena, todo eso no concuerda…

Cuando mi pequeña amada pasa por el puente –y pasa dos veces por día– mi corazón simplemente se detiene. El incansable latir de mi corazón sencillamente se detiene, hasta que ella dobla hacia la avenida y desaparece. Y todos los que pasan en ese tiempo, los silencio. Esos dos minutos me pertenecen a mí, a mí solo, y no dejo que me los quiten. Y aun cuando ella al atardecer regresa de su heladería –yo he sabido entretanto que trabaja en una heladería– cuando pasa por el otro lado de la acera frente a mi boca muda, que tiene que contar, contar, mi corazón se detiene de nuevo y comienzo de nuevo a contar, cuando ya no la veo a ella. Y todos los que tienen la suerte de desfilar en esos minutos ante mis ojos ciegos, no entran en la eternidad de las estadísticas: hombres de sombra, mujeres de sombra, seres de la nada, que no marcharán con los demás en el segundo futuro de las estadísticas…

Está claro que la amo. Pero ella no sabe nada de esto y no quiero tampoco que lo sepa. No debe sospechar de qué modo tan increíble ella anula todos los cálculos, y ella debe ser inocente y no sospechar nada, y con sus largos cabellos castaños y sus tiernos pies marchar a su heladería, y ha de recibir muchas propinas. La amo. Está clarísimo que la amo.

Recientemente me han supervisado. El camarada, que está sentado al otro lado y tiene que contar los autos, me advirtió ya muy pronto y yo hice maldito el caso. He contado como un loco; un cuentakilómetros no puede contar mejor. El superestadístico en persona se colocó allá enfrente, al otro lado, y ha comparado después el resultado de una hora con el resultado de mi hora. Yo sólo tenía uno menos que él. Mi pequeña amada había pasado y jamás en la vida hubiera hecho yo transportar a esa hermosa criatura al segundo futuro; esa mi pequeña amada no debe ser multiplicada y dividida y ser transformada en una nada porcentual. Mi corazón sangraba de tenerla que contar, sin poderla seguir mirando, y al amigo de allá, el que tiene que contar los autos, le estoy muy agradecido.

El superestadístico me ha dado palmaditas en el hombro y ha dicho que soy bueno, confiable y fiel. «Errar uno en una hora», ha dicho, «no es mucho. Sin embargo, tenemos en cuenta un cierto desgaste porcentual. Solicitaré que sea usted trasladado a contar carros de caballos».

Carros de caballos es naturalmente una suerte.

Carros de caballos es una alegría como nunca antes.

Carros de caballos hay todo lo más veinticinco por día, y hacer que cada media hora caiga el siguiente número en el cerebro, ¡es una alegría! Carros de caballos sería magnífico. Entre cuatro y ocho no puede pasar ningún carro de caballos por el puente, y podría ir a pasear o apresurarme a la heladería, podría mirarla largamente o podría quizás llevarla un rato hacia casa, a mi pequeña amada no numerada…

Heinrich Böll (foto)

 

‘El soldadito de plomo’ de Hans Christian Andersen

Hans Christian AndersenHabía una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: «¡Soldaditos de plomo!» Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.

Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una.

“Ésta es la mujer que me conviene para esposa”, se dijo. “¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de conocerla”.

Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.

Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.

De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y –¡crac!– se abrió la tapa de la caja de rapé… Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte.

–¡Soldadito de plomo! –gritó el duende–. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la bailarina?

Pero el soldadito se hizo el sordo.

–Está bien, espera a mañana y verás –dijo el duende negro.

Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.

La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: «¡Aquí estoy!», lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar.

Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.

–¡Qué suerte! –exclamó uno–. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar.

Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.

De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón.

«Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó. “Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro”.

Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla.

–¿Dónde está tu pasaporte? –preguntó la rata–. ¡A ver, enséñame tu pasaporte!

Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! Había que ver cómo rechinaban los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí.

–¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!

La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata.

Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; se hallaba a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos:

¡Adelante, guerrero valiente!

¡Adelante, te aguarda la muerte!

En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era.

Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:

–¡Un soldadito de plomo!

El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello.

Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra.

De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello.

El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón.

Hans Christian Andersen (foto)

‘Cuento XIII del conde Lucanor’ de don Juan Manuel

Don Juan ManuelHablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:

–Patronio, algunos nobles muy poderosos y otros que lo son menos, a veces, hacen daño a mis tierras o a mis vasallos, pero, cuando nos encontramos, se excusan por ello, diciéndome que lo hicieron obligados por la necesidad, sintiéndolo muchísimo y sin poder evitarlo. Como yo quisiera saber lo que debo hacer en tales circunstancias, os ruego que me deis vuestra opinión sobre este asunto.

–Señor Conde Lucanor –dijo Patronio–, lo que me habéis contado, y sobre lo cual me pedís consejo, se parece mucho a lo que ocurrió a un hombre que cazaba perdices.

El conde le pidió que se lo contase.

–Señor conde –dijo Patronio–, había un hombre que tendió sus redes para cazar perdices y, cuando ya había cobrado bastantes, el cazador volvió junto a la red donde estaban sus presas. A medida que las iba cogiendo, las sacaba de la red y las mataba y, mientras esto hacía, el viento, que le daba de lleno en los ojos, le hacía llorar. Al ver esto, una de las perdices, que estaba dentro de la malla, comenzó a decir a sus compañeras:

“–¡Mirad, amigas, lo que le pasa a este hombre! ¡Aunque nos está matando, mirad cómo siente nuestra muerte y por eso llora!

“Pero otra perdiz que estaba revoloteando por allí, que por ser más vieja y más sabia que la otra no había caído en la red, le respondió:

“–Amiga, doy gracias a Dios porque me he salvado de la red y ahora le pido que nos salve a todas mis amigas y a mí de un hombre que busca nuestra muerte, aunque dé a entender con lágrimas que lo siente mucho.

“Vos, señor Conde Lucanor, evitad siempre al que os hace daño, aunque os dé a entender que lo siente mucho; pero si alguno os perjudica, no buscando vuestra deshonra, y el daño no es muy grave para vos, si se trata de una persona a la que estéis agradecido, que además lo ha hecho forzada por las circunstancias, os aconsejo que no le concedáis demasiada importancia, aunque debéis procurar que no se repita tan frecuentemente que llegue a dañar vuestro buen nombre o vuestros intereses. Pero si os perjudica voluntariamente, romped con él para que vuestros bienes y vuestra fama no se vean lesionados o perjudicados.

El conde vio que este era un buen consejo que Patronio le daba, lo siguió y todo le fue bien.

Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos:

A quien te haga mal, aunque sea a su pesar,

busca siempre la forma de poderlo alejar.

Don Juan Manuel (foto)

‘Oficio de contar’ de Antonio Muñoz Molina

antonio muñoz molinaContar historias y escucharlas no es un lujo intelectual al que se entreguen unas cuantas personas con poco sentido práctico: es una fatalidad genética de la especie. Desde que empieza a tener un cierto dominio del idioma un niño no para de preguntar y de inventar y de exigir que le cuenten y de marearle la cabeza con relatos a quien ande cerca. Queremos algunas veces que nos digan la verdad y otras que nos mientan, y con el mismo empeño miramos a alguien a los ojos y le contamos lo que hemos guardado en secreto durante mucho tiempo, y también miramos con fijeza o apartamos ligeramente la mirada para improvisar una mentira. Contamos con palabras y contamos por señas cuando las palabras nos faltan o cuando creemos que ocultamos algo y nuestros gestos o nuestra entonación nos traicionan. Miramos por casualidad una película o una serie de televisión y aunque no tengamos ningún interés si tardamos unos segundos más en pulsar el mando a distancia ya nos quedamos atrapados por una historia, no porque sea buena o mala, sino porque es una historia, porque nos propone una intriga y nos tienta con el cebo infalible de una solución. Contamos en voz alta y contamos por escrito, y algunos cuentan dibujando imágenes o tomando fotos o haciendo películas, o más primitivamente aún, más despojadamente, arañando un nombre en un tronco de un árbol, en el muro de un templo egipcio, en la pared de una celda, imprimiendo una mano abierta en la arcilla húmeda de una cueva paleolítica o en una de esas losas de cemento de las que están hechas las aceras de Nueva York.
Para que no quedara constancia escrita de los poemas que podían mandarlo a prisión Osip Mandelstam los componía enteros en su cabeza y se los recitaba a su mujer para que ella los aprendiera de memoria. La métrica y la rima facilitan una escritura solo mental. Cuando se iba quedando ciego Borges compuso poemas mucho más medidos y rimados que los de su juventud. En vez de aquellas hojas rayadas de cuaderno escolar en las que escribía con una letra de una pequeñez inverosímil, con una pulcritud de ejercicio caligráfico y de miniatura, Borges ensayaba versos en voz alta y medía las sílabas golpeando suavemente con las yemas de sus dedos blancos de ciego. A Emil Nolde, que se sentía tan cercano a los nazis y sin embargo fue incluido por ellos en la etiqueta infamante del arte degenerado, le prohibieron exponer, y también comprar lienzos, pinceles y óleos: lo que hizo fue pintar acuarelas en láminas de cartulina del tamaño de postales, y la pobreza de medios y la limitación del espacio agregaron una fuerza más concentrada a sus visiones sombrías de horizontes marinos y playas abandonadas. Matisse hizo sus prodigiosos collages cuando la penuria de los años de la ocupación lo dejó sin otros materiales.
Estamos tan hechos para contar historias que en cuanto nos dormimos lo primero que hacemos es empezar a segregarlas. El yo no es una figura sólida y estable sino un relato en marcha que la mente está contándose siempre a sí misma, una tentativa permanente por otorgar coherencia y continuidad al laberinto simultáneo de las operaciones cerebrales y a la multiplicación alucinante de los estímulos de los sentidos. El juego infantil del cuéntame un cuento recuento que nunca se acabe con pan y pimiento es la traslación poética y rítmica de esa narración incesante. En un solo vagón de metro, entre las conversaciones de la gente y las divagaciones de los solitarios de mirada perdida y las historias de los que se sumergen en un libro, hay más novelas posibles que en toda una biblioteca.
Los sordos hablan tumultuosamente con las manos. Las historias que no les llegan por los ojos los ciegos las urden con el tacto, el olfato, el oído. El que ha perdido el uso del habla por un accidente o un ataque lo recupera poco a poco, palabra por palabra, como el que aprende a caminar de nuevo, con el mismo empeño sin desánimo.
No callamos ni debajo del agua. No callaríamos ni bajo la tierra. Al cineasta iraní Jafar Panahi lo condenaron en 2009 a seis años de cárcel, a no dirigir películas y a no salir del país durante veinte años. Con la condena en suspenso lo forzaron a quedarse encerrado en su casa, con la amenaza constante de volver a prisión. Cuando lo condenaron, Panahi acababa de someter a la censura un guión sobre la vida de una chica que quiere ir a la universidad a estudiar arte, pero a la que sus padres encierran porque son muy religiosos y les ofenden esas aspiraciones. El permiso de rodaje fue negado. Jafar Panahi no iba a hacer esa película ni ninguna otra. Tenía prohibido salir de su casa. Tenía que quedarse aguardando las noticias probablemente fatídicas que le traerían los abogados.
Entonces decidió hacer una película sobre su mismo encierro, sobre la mordaza que le impedía salir de casa y del país y hacer películas. Sobre la mesa del desayuno puso una cámara digital. Se filmó a sí mismo desayunando y mirando por el balcón hacia la calle que no podía pisar y hablando por teléfono con la abogada que lo mantenía al tanto de sus negras perspectivas penales. Vino a verlo otro amigo cineasta, Mojtaba Mirtahmasb, y le pidió que fuera él quien manejara la cámara. También filmó con la cámara de su iPhone. Filmó a una iguana que anda por su casa con lentitudes de criatura prehistórica y al portero que llama a la puerta para recoger la basura, y a una vecina que quiere dejarle un rato su perro mientras ella sale. Como no podía hacer su película leyó el guion delante de la cámara, se lo contó a su amigo, puso cintas adhesivas en el salón de su casa para delimitar los espacios de las habitaciones en las que vivía encerrada la protagonista de su historia. Describe lo que se vería en cada uno de los planos que no puede rodar: una ventana que da a un callejón, una mujer anciana que se acerca caminando despacio, un hombre joven que la ayuda y que parece que está enamorado de la chica encerrada, pero que tal vez es un agente de la policía secreta… En un momento dado el cineasta deja caer el guion sobre sus rodillas y hace un gesto de capitulación. Entre decir una película y hacerla hay un abismo irreparable.
En las ventanas va atardeciendo, anochece. El amigo se va y la cámara que manejaba queda en marcha sobre la mesa de la cocina. De la calle vienen los ruidos del tráfico y los de los fuegos artificiales de una fiesta de fin de año. Lo que estamos viendo se titula Esto no es una película: no es una broma intelectual, sino un hecho. La última imagen es la calle a oscuras que el cineasta no puede atreverse a pisar. No hay música, casi no hay créditos. El material filmado salió de contrabando de Irán. Proscrito, encerrado, silenciado, de un modo o de otro Jafar Panahi seguirá dedicado al oficio y al vicio de contar.
Antonio Muñoz Molina (foto)

James Douglas, el héroe olvidado

James DouglasNo acababa uno de llegar a la casa, encender el televisor, llenar un bol de maíz pira o palomitas de maíz y acomodarse en el sofá cuando Mike Tyson ya había liquidado al contrincante. Otro tanto ocurría en el propio ring donde los últimos en entrar debían dar media vuelta porque el espectáculo ya se había acabado. No alcanzaban a sentarse siquiera. Cayeron literalmente a sus pies por la potencia descomunal de sus trompadas que parecían patadas de mula Henry Tillman en 2 minutos y medio, Peter McNeeley en 1 minuto y medio, Eddie Richarson en 1 minuto 17 segundos, Lorenzo Canady en 1 minuto y 5 segundos, Sterling Benjamin en 54 segundos, Trent Singleton en 52 segundos, Mark Young en 50 segundos, Clifford Etienne en 49 segundos, Michael Johnson en 39 segundos, Ricardo Spain en 39 segundos, Robert Coay en 37 segundos, Marvis Frazier en 30 segundos… y la lista sigue. Pero en el pináculo de su gloria enfrentó a un desconocido llamado James Douglas, quien recibió todos los mazazos de que un hombre es capaz hasta derrumbarse en el octavo asalto. ¡Pero se paró! Y en el décimo, inadvertidamente, durmió al imbatible. Noqueó al único. Adormeció al anestesista del primer asalto, al incomparable y fenomenal Mike Tyson. Pero la gloria que erigió al hundir la de Tyson, solo aguantó tres rounds en su primera defensa. Evander Holyfield, con un pedazo de oreja menos por un mordisco de Mike Tyson en un combate anterior, lo aniquiló. Tyson se declaró en bancarrota en el 2003 y todo el mundo se preguntó ¿qué hizo los ¡300 millones de dólares! que ganó durante su reinado? Hoy cría las mismas palomas que cuando niño soñaba volar a lo más alto del boxeo. Y de James Douglas nadie se acuerda. Doblegó al mito pero, qué extraño: todos recuerdan la hazaña, pero no al héroe.

Hoy quiero hablar de ‘Pituca sin lucas’

elena muñoz y rodrigo bastidasEn medio del agobio nacional por la revelación de un mundo sórdido de la clase dirigente, tanto empresarial como política, bueno es hablar de ‘Pituca sin lucas’. Ya sabemos que ‘los Penta’ no solamente emitían documentación contable por servicios no prestados, es decir ideológicamente falsas, sino que se valían de esa misma documentación irregular para obtener reintegros multimillonarios del Servicio de Impuestos Internos. Ya sabemos que todos niegan actuar por fuera de la ley, como Jovino Novoa y Andrés Velasco, lo cual no es de extrañar. No por el mismo delito, pero los asesinos en serie también suelen declararse inocentes, así la policía tenga su ADN en la escena del crimen, sus huellas digitales y hasta videos donde se ven perpetrando el delito.
Ya sabemos que no hay ninguna diferencia, delincuencialmente o delictivamente hablando, entre los Carejarro, el Rey del Oxicorte o cualquiera otro de la Legua Emergencia o La Pintana, y ‘los Penta’, ‘los Cascadas’ o los políticos de La Dehesa, Las Condes, Los Trapenses o Chicureo.
Ya lo sabemos. Por eso hoy quiero hablar de ‘Pituca sin lucas’, título que equivale a decir ‘cuica sin plata’, o ‘rica pobre’, una genial comedia serial del canal abierto Mega, que barre en sintonía por estos días.
Para comenzar, veníamos de culebrones densos o historias casi de suspenso, y se aproximaba el verano. Justo el momento para romper con todo y presentar una historia fresca, divertida, posible en la vida real. La historia es sencilla: un ‘empresario’ comete ilícitos en sus negocios y debe huir de la justicia, lo que hace, pero abandonando a su familia.
Se llama José Antonio Risopatrón y está encarnado por el actor Mauricio Pesutic. Su esposa, María Teresa Achondo, conocida como Tichi, y encarnada por Paola Volpato; su suegra, Lita, que hace la actriz Gabriela Hernández, y sus tres hijas, María Jesús Rispatrón (que hace Monserrat Ballerin), María Belén Risopatrón (Mariana di Girólamo) y María Piedad Risopatrón (Sofía Bernet), quedan en mala situación económica y deben cambiar de barrio. Pasar en un abrir y cerrar de ojos del barrio alto al barrio bajo.
Llegan a un vecindario de casas pareadas, y la suya colinda con la de un vendedor de pescados, que es sindicalista, llamado Manuel Gallardo, encarnado por Álvaro Rudophy. Él tiene cuatro hijos, a quienes ha bautizado con nombre de figuras izquierdistas: Salvador Gallardo (actuado por Francisco Puelles), Fidel Gallardo (que personifica Augusto Schuster), Gladys Gallardo (que es Fernanda Ramírez) y Ernesto Gallardo (actuado por Benjamín Muñoz).
Terminan flirteando entre sí, y esto desata una serie de situaciones en las que siempre hay una ‘marca de clase’ que tienen que transgredir. Son personajes adicionales el novio de María Jesús Risopatrón, en joven médico Felipe Aldunate (actuado por Ignacio Garmendia), también de los barrios altos. Don Benito (actuado por Fernando Farías), dueño de la tienda del barrio, que termina coqueteando con doña Lita. Margarita, la nieta de don Benito, que personifica María de los Ángeles García, que se enreda con Fidel Gallardo, quien a su vez se enamora de María Belén Risopatrón.
También están en escena Gregorio Cereceda (que actúa Fernando Godoy) y Enrie-André (actuado por Otilio Castro), quienes trabajan en el terminal pesquero con Manuel Gallardo.
Y estos dos viven en piezas alquiladas en la casa de Stella González, conocida como ‘Reineta’ y personificada por Ingrid Cruz. Reineta es la novia de Manuel Gallardo, un poco loquilla. Manuel Gallardo termina su noviazgo con ella, porque su corazón empieza a palpitar por doña Tichi Achondo, su vecina.
Genial historia ideada por Elena Muñoz y Rodrigo Bastidas (foto). Y desarrollada por ellos mismo en libretos en los que también participan Milena Bastidas, Hugo Castillo y Alejandra Castillo.
Genial que es comedia, comparable con el sitcom ‘Casado con hijos’, que es una franquicia. Genial su lenguaje, sus diálogos realistas, sus situaciones corrientes pero absurdas dentro de la historia, hilarantes a cada minuto. Genial que sea para el verano. Genial que al mismo tiempo de hace reír, a cada paso hay un punto de quiebre, un suspenso, un cambio de horizonte posible. Y genial que todos, sin excepción, actúan bien.
En este punto creo que tenemos actores para buen rato en el futuro, que pueden llegar a la excelencia que han logrado otros, como Alfredo Castro, Claudia di Girólamo y Daniel Muñoz, por mencionar los primeros nombres que se me vienen a la mente. Hablo de Monserrat Ballerin, quien está llevando el peso de la historia en estos días con María Jesús Risopatrón. Su actuación es convincente en la dicotomía de su corazón entre el rico Felipe Aldunate, de su misma especie, y Salvador Gallardo, el hijo de Manuel Gallardo y quien también trabaja en el Terminal Pesquero.
También me refiero a Fernanda Ramírez y Mariana di Girólamo, que hacen papeles creíbles, sencillos, sin sobreactuarse a pesar de ser comedia. Gran futuro para Augusto Schuster, quien ha probado destreza y versatilidad. Y María de los Ángeles García, cuya actuación como Margarita, la nieta de don Benito, una jovencita arpía que es capaz de manipular los sentimientos de los demás, es genial.
ingrid cruzPor último, creo que al fin le llegó un personaje a su medida a Ingrid Cruz (foto), que lo hace magnífico. Su personaje, ‘Reineta’, es comedia pero también drama. Es bobalicona y tal vez ordinaria de modales, pero hay un halo de ternura en su locura por ser feliz junto al hombre de sus sueños, que es Manuel Gallardo, pero que no le corresponde en sentimientos, y ese empeño la hace desvariar. Genial ‘Pituca sin lucas’.